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Mi héroe anónimo

De los humanos el realengo ha aprendido a fingir, a mentir y a robar. Siempre anda armado de una pena culposa para despertar la parca piedad barrial.

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Mi héroe anónimo

Su grandeza habita justamente en su insignificancia. Yo diría que es la mala hierba del mundo animal. Tan cotidiano y repetido que su compañía pasa más inadvertida que su distancia. Se enreda con el paisaje, la gente y la vida: es bocado apurado, viajero sin equipaje y desabrigo errante; un rudo conviviente del infortunio.

El realengo, según los patrones genéticos de la raza canina, es un perro mestizo de ascendencia desconocida cuya mezcla o cruce se desarrolló espontáneamente sin la intervención ni selección humanas. En palabras más desalmadas, es un eructo de la naturaleza animal; una criatura residual que, a pesar de su instinto para presentir su suerte, ignora su remota bastardía, aunque la intuye en la vergüenza temperamental que le hace esconder siempre la mirada, como quien se siente deudor de la vida.

Los realengos son una comunidad canina universalmente dispersa y arrimada, trenzada por la miseria padecida como maldición ancestral. Lo único que cambia en su historia es la forma de llamarlo: en Chile, “kilterrys”; en Costa Rica, “zaguates”; en Panamá, “tinaqueros”; en Guatemala, “chuminos”; aquí, “viralatas”.

El perro realengo es expresión endémica de la marginalidad, tanto como el óxido, los parásitos, los sumideros, la mugre y el hambre; un ciudadano militante de la pobreza: la husmea, la lame y hasta calca su carácter sumiso y apocado. Su piel, arrastrada en las marañas urbanas, huele a arenque, a concón trasnochado, a aceite recocido y a mugre sarnosa. Es poeta errabundo y artesano de las andanzas sin destino. Su acrobático hocico araña, aun sin garras, las pestilencias más hondas de los zafacones. De la mano del tigueraje le he visto beber cerveza, bailar merengue, masticar menta, ladrar un dembow y hacer “perrerías” con las piernas de las muchachas.

Solo un aprendiz de brujo puede discernir dónde acaba el perro y comienza el barrio: una frontera existencial indescifrable. Del barrio, el realengo es tatuaje, apellido y escudo de armas; del perro, el barrio es espacio, aire, vida y tiempo; una simbiosis natural. El realengo es un tigre del arrabal, un domador de las adversidades, un buscavidas impenitente.

Es espectacular verlo actuar tras guiones inéditos de sobrevivencia. Me seduce la gracia con la que logra las transiciones gestuales más impensadas: cuando deja caer sus ojos mustios (a lo Silvester Stallone) mientras vela por un muslo de pollo o cuando, sobreactuando, exagera sus ladridos por una reprimenda inofensiva, solo para provocar la conmiseración que nunca llega.

De los humanos el realengo ha aprendido a fingir, a mentir y a robar. Siempre anda armado de una pena culposa para despertar la parca piedad barrial. Me gusta verlo esconder su fingimiento detrás de una mirada nerviosa, esquiva y bochornosa. Si sabe que no es persuasivo, entonces hocica los pies de los comensales o suelta ladridos exasperados como último dictamen del hambre.

El desgraciado animal parece tan humano que hasta asusta. Él sabe quién es quién en el barrio. Se acuesta al pie de la mesa de dominó, al lado del mostrador del colmadón, en la acera de los tígueres, al frente del destacamento policial, en los umbrales de las barberías, en los angostos despachos de las bancas de apuestas. No cae en ganchos: se mantiene distante de los puntos de droga, de la querida del coronel, del joven párroco cuando imparte catequesis a los niños y respeta al “pesao” del barrio como un devoto al altar.

Mi héroe nunca falta a un velatorio; es el primer testigo de una inundación, de una muerte violenta, de un maltrato doméstico, de un abuso infantil, de una infidelidad escandalosa o de una pelea de greñas por el mismo varón. No hay grabación ni reporte noticioso donde no aparezca como un espectro macilento de las desdichas barriales. Se va como vino: de la nada; nadie se pregunta cuándo ni hacia dónde. No sé si pierde en el silencio, si lo convocan otros horizontes o si la muerte dejó su cuerpo al abrigo del polvo. Solo el hedor de su podredumbre revive el recuerdo. ¡Adiós, Leal!

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