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Fidel Castro en El Bogotazo

Fidel Castro odió a la OEA desde su fundación. En abril de 1948, diez años antes del triunfo de la revolución cubana y menos de un año después de los sucesos de Cayo Confites, se celebraba en Bogotá, con la asistencia de 21 países, la IX Conferencia Panamericana que adoptaría la Carta de la Organización de Estados Americanos.

Castro, entonces un dirigente estudiantil universitario, en el marco de este cónclave hemisférico propuso la celebración paralela de un Congreso Latinoamericano de Estudiantes que tuviese como objetivos reclamar la devolución del Canal de Panamá, la independencia de Puerto Rico, la entrega a Argentina de las Islas Malvinas y la condena del régimen de Rafael L. Trujillo. La propuesta recibió el apoyo de los universitarios colombianos, que serían los anfitriones, pero también de los de otras naciones del continente.

Fidel partió hacia Bogotá junto a otro estudiante cubano, Rafael del Pino Siero, quien fuera luego uno de los primeros apresados por el régimen cubano, en 1959, por disentir de las directrices del líder revolucionario, y quien falleciera en la cárcel dieciocho años después, en 1977. Era la primera vez que Castro viajaba fuera de Cuba. Colombia vivía entonces una intensa agitación política. Jorge Eliécer Gaitán era en ese momento el político más popular de esa nación. Controversial, de oratoria fecunda con matices antiimperialistas y fiero crítico de la oligarquía, su liderazgo estaba bien arraigado en las clases populares y en el campesinado. Castro fue enfrentado en el congreso estudiantil por estudiantes cubanos que consideraban que él no era líder ni representante de ninguna entidad y que la representación de Cuba en dicho congreso correspondía a Enrique Ovares y Alfredo Guevara (este último luego sería parte del proceso revolucionario y se convertiría en promotor de la industria cinematográfica cubana por largos años). Fidel dio un discurso –la palabra como arma en sus predios- y al final los delegados acordaron mantenerlo como presidente del evento.

Castro logra que los universitarios colombianos lo pongan en contacto con Gaitán: “Aquel día me llevaron a verlo y conversé con él. Encontré a una persona de mediana estatura, aindiado, inteligente, listo, amistoso”. Gaitán le entregaría a Fidel una copia de su “Oración por la paz y los humildes” que había pronunciado un par de meses antes frente a más de cien mil personas. El encuentro con Gaitán, le otorgaba un aval en sus pretensiones de convertirse en líder máximo de aquella asamblea estudiantil. Gaitán incluso acordó una nueva cita con Castro para coordinar su presencia en el acto de clausura del congreso universitario. Días después, en el momento en que los cancilleres latinoamericanos se encontraban reunidos para formar la OEA, en el teatro Colón, Fidel y un grupo lanza desde el último piso de aquella edificación cientos de volantes protestando contra la dictadura de Trujillo, reclamando la soberanía de Puerto Rico y todos los otros motivos por lo que propugnaba el congreso que encabezaba. Lo hicieron preso. Lo acusaron de comunista (desde ya), registraron la habitación que ocupaba en el hotel, lo interrogaron en la policía secreta, pero finalmente lo despacharon junto a sus compañeros.

Gaitán había roto con los liberales y el gobierno le había retirado su acreditación para participar en la Conferencia Panamericana de donde nacería la OEA. Y el 9 de abril, a la una de la tarde, cuando el gran político colombiano salía de sus oficinas, un joven llamado Juan Roa Sierra lo asesinó a balazos. Fidel estaba almorzando con los delegados a su congreso, cuando de pronto comenzó a ver gente corriendo por las calles y gritando “Mataron a Gaitán”. Se había iniciado el episodio de violencia llamado luego como El Bogotazo. La gente lanzaba piedras, destruía vidrieras, irrumpía en oficinas y tiendas destruyendo todo. Fidel decidió que él debía tomar parte en aquel lío y se fue a la calle con la muchedumbre. Se hizo de un “hierro pequeño” que fue el arma que logró conseguir en medio del tumulto. “Yo llegué a un parque y vi a un individuo dando palos, golpes, tratando de romper una máquina de escribir, y lo vi tan angustiado y pasando tanto trabajo para romperla, que le dije: “Espérate, no te desesperes, dame acá”, y agarré la máquina y la tiré hacia arriba, fue lo que se me ocurrió para ayudar a aquel hombre”. Fidel ya estaba en el rebú y, en poco tiempo, dirigiría a las turbas como si aquella fuese “su” revolución.

Muchos años después, en pleno ejercicio del poder, Fidel Castro contó la anécdota del hombre y la máquina de escribir a Gabriel García Márquez. Los dos habían estado en Bogotá aquel 9 de abril de 1948, ambos tenían 21 años y estudiaban Derecho. “Y tú, ¿dónde estabas cuando El Bogotazo?”, le preguntó Fidel al Gabo. “Yo era aquel hombre de la máquina de escribir”, le contestó el Nobel colombiano. Nunca se supo el destino de aquella nueva novela del Gabo.

Fidel, cuyo hotel donde se hospedaba quedaba a pocas cuadras de las oficinas de Gaitán, siguió en la calle orientando a las turbas junto a Rafael del Pino. Estaba entre el gentío que se encaminó hacia el Parlamento donde tenía lugar la reunión de la OEA. La policía no pudo contener la baraúnda y fue fácil penetrar al edificio y destruir sillas, escritorios, muebles, bombillas. “Era una furia destructiva...era una sublevación totalmente anárquica”, rememoraba Fidel, quien pronto se vio obligado a consultar a sus compañeros sobre cuáles medidas tomar frente a la situación imprevista. Mientras presidía ese encuentro, vio cruzar por la calle a gente armada con revólveres y machetes que se dirigían a una estación de policía. Fidel se sumó de inmediato al gentío. En primera fila. Y ayudó en la toma del cuartel. Allí, Castro cambió el “hierro pequeño” por una escopeta y tres cananas de balas, una boina y un capote, y siguió su ruta. Bogotá era una ciudad sublevada y él se encontraba en el centro mismo de la revuelta. Instigó la toma de una emisora de radio. En una unidad militar, arengó a los soldados a unirse a la revolución. Solo horas después supo que había pronunciado su arenga en el Ministerio de Defensa. Se vio de pronto envuelto en una refriega a tiros descomunal. La mayoría de los estudiantes no tenía armas, Fidel sí. Logró incluso que un jefe de policía lo hiciese su ayudante y en esa labor estuvo todo un día. Instó al jefe policial a intentar la toma del palacio presidencial, lo que resultó imposible, hasta que a las 12 de la noche, agobiado del trajín revolucionario que nunca había previsto, echando una pelea que no era suya, sin un centavo en el bolsillo, sin nadie conocido a su alrededor –Del Pino se había perdido- se recostó a dormir en un camastro seguro de que aquella batalla estaba condenada al fracaso. Reflexionó seriamente sobre el rol que había asumido y a pesar de sus dudas decidió seguir en la contienda. Días después fue apresado y montado en un avión militar de vuelta a Cuba. Fidel era “un imprudente incorregible”, según sus propias palabras. En Colombia vivió su primera historia de estallido social. En menos de un año, Cayo Confites y El Bogotazo serían su escuela para construir la leyenda de Sierra Maestra y, diez años más tarde entrar triunfante en La Habana con su revolución propia. Le quedaban varios decenios por delante para escribir otros capítulos: luminosos muchos, oscuros otros tantos. Se quiera o no, fue la leyenda contemporánea más vibrante y aturdidora de la política mundial; hizo cuanto quiso y luego tuvo tiempo de sobra para contar lo que hizo a su manera, hasta decir adiós.

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