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Esta vez pura nostalgia

Recuerdos de esos años que llevo atesorados en mi memoria y se han perdido en el tiempo

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Esta vez pura nostalgia
Recuerdo el penetrante olor a melao, los atardeceres calurosos o el silencio profundo del campo. (LUIGGY MORALES)

Córcega en mi niñez era un código mágico, era otro mundo que no me podía explicar. Nací en Santo Domingo escuchando a mis abuelos maternos hablando francés entre ellos. Mi abuela Paulina, una dama vestida siempre en seda, mismo traje diferentes colores, se paseaba por su "castillo" cada atardecer; mi abuelo Ángel, rudo, hombre de hablar poco, gran fumador de tabaco todas las noches, lo conocí ya muy abuelo. Hoy sé que el temblor que le hacía mover su cabeza era Párkinson, en ese momento me pasaba horas mirándolo, sin que él notara, con ese vaivén que para mí no tenía explicación. Mi abuelo negaba constantemente con la cabeza debido al movimiento. Era el abuelo no.. no.. no.

-Tus abuelos, ambos, vienen de Córcega -me dijo mi mamá una mañana siendo niño.

Y pasaron los años donde ese país-isla era un espacio desconocido que algún día quería visitar.

Córcega era un dibujo difuso, una isla perdida en otro mar, donde de alguna manera había comenzado mi historia, o parte de mi historia.

Decidí una tarde ponerle rostro al origen y organicé mi viaje para encontrar mis raíces maternas. 

Embarcamos en Italia, pasamos por Sicilia y, finalmente, llegué a la isla de mis abuelos.

Iba con mi esposa, mi hijo y su esposa, y con Segismundo Álvarez y su esposa Belén, unos muy queridos amigos españoles, más familia que amigos, a quienes conocía desde hace varios años y hablaban perfectamente francés, eran los traductores oficiales.

Estaba emocionado. Pensar que mi abuelo y abuela habían abandonado este mundo para aventurarse en otra isla en el Caribe me parecía una locura. Mi abuelo había sido llamado por su hermano Antón, que ya incursionaba en el mundo de la caña. Mi abuela, de vivir en un internado en París, llegó a un campo cerca de Boca Chica llamado Jube. Una gran casa de madera, un molino de viento, vacas, gallinas y mucho calor.

Mi abuelo la amaba tanto que intentó tenerle en esa casa todas las comodidades posibles. Recuerdo un sótano repleto de mercancías y alimentos, muchas botellas de vino y mucha caña que rodeaban aquel paraíso en el medio de la nada.

En las tardes noches inventaba veladas y recitaba poemas o cantaba, desde niño me descubrí un amante del teatro, de las artes. Tuve un tío pintor y otro poeta (aunque nadie pudo leer sus manuscritos, no se los mostraba a nadie), una abuela que tocaba el piano y una niñez rodeado de fantasmas que alimentaban mi fantasía desbordante.

Recuerdo el penetrante olor a melao, los atardeceres calurosos, el silencio profundo de un campo cuando la brisa soplaba el lenguaje de las estrellas.

Un viejo tren cargaba de un lugar a otro las cañas cortadas que irían  al ingenio, el chirriar de los rieles, el mugir de las vacas y temprano en las mañanas salir corriendo al establo a verlas ordeñar.

Boca Chica era el premio de un fin de semana si me portaba bien, la playa a varios kilómetros que a mí se me hacían interminables y luego el regreso por una carretera llena de matas de uva y de muchos cangrejos que la atravesaban, que al pisarlos su solo sonido me hacía temblar de miedo.

Eran esos años que llevo atesorados en mi memoria y que se han perdido en el tiempo.

Mientras escribo vuelvo a ser niño y sentir cuando, al regresar de la playa agotado, una mano cariñosa me acariciaba el pelo y me apretaba contra su pecho... así recuerdo a mi madre.

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Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.