Vivir de verdad
Lecciones de una madurez consciente
Vivimos en una época obsesionada con la edad. Se celebra cada año añadido como si fuera un mérito propio, se confunde bienestar con rendimiento y se rinde culto a la apariencia. Sin embargo, la pregunta verdaderamente adulta no es cuánto vamos a vivir, sino cómo vamos a hacerlo. Hay diferencia entre durar y vivir.
La longevidad, tal como hoy se predica en el mercado de los tratamientos milagrosos, se ha convertido en una especie de trofeo moral: cuerpos impecables, rutinas estrictas, suplemento sin pausa. Pero el tiempo no se domestica a fuerza de colágeno ni de mantras digitales. Ese viejo maestro solo se abre para quien lo habita con lucidez.
Envejecer dista de un fracaso o una derrota estética. Es una posibilidad. Las crisis, pérdidas y momentos en que la vida se estrecha forman más que desgastan. La serenidad que llega con los años –si llega– no es una dádiva, sino un aprendizaje a pulso, sobrevivir a uno mismo, elegir mejor las batallas, afinar lo importante. Esa es la longevidad que vale, la que da carácter, no la que acumula calendarios.
El desafío verdadero es sostener el sentido en una sociedad que envejece sin detenerse. Los mayores son testigos, no figuras decorativas. Han visto lo suficiente como para distinguir ruido de verdad, intensidad de valor, urgencia de importancia. Su experiencia, compartida sin nostalgia ni superioridad, puede ser el contrapeso a una cultura que corre sin saber hacia dónde.
Quizás el mayor gesto de madurez sea aceptar que el tiempo es finito, pero la dignidad no. Y que la vida –la vida buena– comienza cuando dejamos de obsesionarnos con vivir más y empezamos a comprometernos con vivir mejor. Ahí, y solo ahí, empieza la sabiduría.