Stephora
El ahogamiento de la estudiante y el naufragio de nuestra compasión
Stephora, la niña haitiana, no habrá muerto en vano si somos capaces de mirarnos al espejo sin buscar excusas. Su ahogamiento ha sacado a la superficie un recordatorio de lo que ocurre cuando el odio, la ignorancia y el miedo se vuelven política de sobrevivencia.
En este lado de la isla nos preciamos de ser un pueblo cristiano, que incluso lleva la Biblia y la cruz en la bandera. Pero los símbolos pesan poco cuando la compasión —esa virtud que debería guiarnos— se convierte en un lujo que muchos no están dispuestos a conceder.
Stephora no habrá muerto en vano si aceptamos, de una vez por todas, que la inteligencia no tiene color. Que el talento, la disciplina y la capacidad de sacrificio no se heredan por pigmentación ni por linajes imaginarios: se cultivan. Ella lo demostró con una biografía de esfuerzo que contradice los prejuicios. La sociedad que la rodeaba, sin embargo, no estuvo a la altura de su determinación.
Tampoco habrá muerto en vano si aprendemos de su templanza, esa virtud difícil que consiste en no dejar que la hostilidad del entorno nos aplaste el espíritu. Vivir en un medio de prejuicios requiere coraje; vivir en él sin renunciar a la tolerancia exige una grandeza que pocos comprenden. Stephora la ejerció hasta el último día.
Pero que no nos engañe la retórica fácil. Ningún drama transforma por sí solo a los pueblos. Las muertes solo iluminan si alguien enciende la lámpara. La nuestra es decidir si la memoria de Stephora nos humaniza o si, como tantas veces, dejaremos que el polvo del olvido lo oculte todo.
Lo mínimo es honrar su nombre con decencia y con reformas de nosotros mismos; con empatía y con justicia. Si la compasión es innegociable, el silencio cómplice también debería serlo.