Primera entrega

Hay quienes piensan que algunos se aprovechan del prodigio de la casi inmediata difusión de todo para darnos gato por liebre cuando quieren

El problema más arduo para un articulista es elegir un tema. Un artículo, bien mirado, viene a ser como un cuento o un soneto, y esas, me digo yo, son palabras mayores. Hay quien lo relaciona con un pequeño ensayo, y puede que tal vez, o a lo mejor. Pero hay que matizar. El que escribe sujeto a lo diario, a lo de cada día, lo tiene fácil. Gacetilleros los llamaban antaño; no sé hogaño. Y cuando digo antaño digo el otro día, no se vayan a creer. Tampoco sé si existen todavía. A esos señores (señoras había pocas) les bastaba, o les basta, con esperar que el acontecimiento del día, un crimen de lesa humanidad, la pifia de un ministro, la charlatanería de algún personajillo, haga su aparición para ponerse frente al teclado y elaborar su red de pareceres. A muchos, hoy, sin ser gacetilleros, sino columnistas, o articulistas (¿será lo mismo?) les sucede algo parecido. Nosotros tenemos unos cuantos que dan la talla y dos o tres muy buenos, pero resulta difícil leer la prensa y no ver repetidas, en un número generalmente impar de columnas de lo más historiadas, a menudo corínticas, las mismas consideraciones repetidas hasta la saciedad en torno a lo que sea que haya pasado. 

Entra uno a la internet y se topeta con un montón de adultos hablando sin parar y repitiéndose. Parecería que se hayan puesto previamente de acuerdo en exponer sin orden ni concierto los mismos puntos de vista en torno de lo mismo en un ejercicio de uniformidad digno de mejor causa. Por eso es tan de agradecer que aquí y allá, en la prensa criolla y extranjera, aparezca un mortal que cumpla con las reglas del género, que imagino que existen, si lo es, y escriba artículos agudos y precisos, y de fácil lectura, a ser posible; un mortal que posea, además, la pudicia de no opinar de todo, ese derecho sin duda inalienable que no deja, no obstante, de irritar. Pasa a diario, pasa con lo que sea que esté de actualidad, y a mí, como lector, me gustaría no tener que admitir como originales las mismas cosas que te dice cualquiera en cualquier sitio. Pero no hay forma. Cuántos tópicos de repente elevados al rango de teoría por quienes los suscriben, cuánta rotundidad en lo superficial de no pocos análisis, o en los análisis de lo superficial. Es una pena. Haga clic en cualquiera de los muchos botones que nos llevan a eso, y díganme, si no. Cuesta encontrar, entre tanto rodeo en torno de un asunto, ideas que nos llamen la atención, que nos hagan exclamar: “concho, sí”, por ejemplo (concho aquí es, por supuesto, un eufemismo), o: “Diablos, es verdad, no me había dado cuenta”. ¿Exceso de exigencia por mi parte? No lo creo. Aunque sí, lo confieso, un poco sí. 

Para mí que la culpa la tienen, como siempre, las circunstancias, no solo los autores. Ahora todo interesa, todo es trascendental, o importante, cualquier Juan Pérez está en Google y, por ende, en los medios. ¿Bueno?, ¿malo? No sé. También cargan con su poco de culpa, tanto como los hechos, las noticias, que ya no vuelan, como antes, que ahora son más veloces que la luz, que el mismo vuelo, con un carácter de simultaneidad, y de atropello, tan intenso, que por momentos hasta te hacen creer que son anteriores a lo que las genera; que son ellas las que producen el hecho, no al revés. Con tanta realidad despatarrada, como abierta en canal constantemente, a quién va a interesarle la cuestión palpitante (no literaria ahora, sino más bien histórica) de la que hablaba la Pardo Bazán? 

Todavía en el siglo veinte, que, por si no lo saben (personas de mi edad, con todas sus variantes: atención) hace ya rato que nos dejó colgados, uno iba tras, o en pos, pero siempre detrás de las noticias. Ya no. Recuerdo a un buen amigo catalán que nos tenía prohibdo llamarlo entre ocho y nueve de la noche porque a esa hora se sentaba frente al televisor a enterarse de lo que había pasado en el universo en las últimas 24. ¡Ay de quien se atreviera a importunarlo¡ Perseguía la noticia, iba en su busca, ávido de saber, de estar al día. Hoy es al revés. Hoy las noticias nos persiguen, nos cercan, nos acosan, y de forma tan firme y sostenida que, por lo menos yo, vivo escapando de ellas. Sin conseguirlo, claro. Dondequiera que te metas, cuando no suena un timbre, o un pitido, o hasta una voz llamándote, es una luz para ponerte en autos de que algo ha sucedido (la muerte de un cliclista o de un viajante, el motín del Caine), y no ayer, ni antes de ayer, ni esta mañana, no, en ese mismo instante, como si la noticia produjese el suceso, y no al revés. Ya sé que esto lo he dicho, pero es igual. Dicho queda de nuevo. 

En esas condiciones es difícil detenerse un momento y elegir y rumiar lo así seleccionado, porque, entre tanta oferta, lo importante se mezcla con lo simple y uno se queda sin saber si es lo uno o lo otro. Hay una frase, a propósito de esto, un latiguillo entre chismoso y confidencial: “¿te enteraste?”, que ya apenas se usa. Ya no tiene sentido. Ha perdido su fuerza. Cuando alguien, por lo que sea, te llama por teléfono y te lo espeta, hace ya rato que tú y todo el planeta, según de qué se trate, saben de lo que va. Matan a un presidente y más tarda el francotirador en retirar el rifle del antepecho en donde lo apoyaba que el mundo en conocer lo acontecido. ¿Podremos continuar mucho más tiempo así? ¿Nos conviene tanta falta de criba en lo que se nos dice, en lo que nos decimos? 

Hay quienes piensan que algunos se aprovechan del prodigio de la casi inmediata difusión de todo para darnos gato por liebre cuando quieren, y yo, sinceramente, no sé bien qué opinar. Pero adelanto que no me fío ni así, quiero decir ni un pelo, de lo que se me informa. Y mucho menos de lo que se me dice de lo que se me informa. En medio de semejante caos comunicativo, o comunicacional, en el que el movimiento de la cola de un perro, tan simpático él, acapara la atención de millones de seres de todos los países, y un libro bueno, en cambio, un escaso puñado de lectores, ¿de qué hablar, cómo atraer la atención del lector y, sobre todo, para qué? ¿Tiene sentido hacerlo? Esa es la gran pregunta, dificultad de contestarla aparte. Y volvemos al punto, que es el tema —ese dichoso “qué”, ese confuso “sobre qué”—, a lo que en suma te apetece decir y en lo cual, para colmo, no puedes extenderte demasiado. Porque nada de artículos para leer al final de la tarde, o en la noche, tranquilo. No. Setecientas palabras, quinientas treintaicinco. ¿Quién tiene ya paciencia para más, qué periódico espacio? Mejor, piensa la gente, ponerse frente al televisor a prestarle atención a cualquier batería de locutores, esos nuevos oráculos. Y ya no digo más. Solo voy a insistir en que lo más difícil, en esto de escribir una columna, es encontrar un tema y entablar de esa forma una relación más o menos dialógica con quien quiera leerte. Sí, sí, ya sé que no es el caso, que esta se ha terminado y no hay ninguno, que el tema de esta ha sido un hablar por hablar. Pero paciencia. Cuando sienta, por fin, que tengo uno, lo intentaré otra vez, a ver si me espabilo y voy al grano. 

Escritor, profesor y diplomático dominicano.