El amor en la voz de un amigo

Amor, deseo y la paciencia de lo duradero

La quietud compartida como forma de plenitud. (fuente externa)

La palabra se repite incesante en estos días postreros del año. Brota, espontánea o mecánica, de bocas y corazones. Se la viste de magia salvífica, como si a su influjo pudieran desaparecer las fealdades del mundo. Hablo de la palabra amor impresa en la tarjeta de deseos, ineludible en la conversación que los tiempos inspiran. Habita por derecho en la prédica que, desde el púlpito, renueva la promesa del Dios Uno y Trino.

Pero el amor como sentimiento, no como palabra, parece haber perdido valor en la sociedad de lo desechable y perecedero. El deseo, quemante pero efímero, ha desplazado al amor que protege, nutre y refugia. Bauman, el teórico de lo líquido, crítico con la fugacidad de las relaciones contemporáneas, establecía una clara diferencia de propósitos entre el deseo y el amor. «El amor –dice– es una red arrojada sobre la eternidad, el deseo es una estratagema para evitarse el trabajo de urdir esa red».

Muchos años antes de que el filósofo y sociólogo escribiera sobre el amor líquido, Vinicius de Moraes, aun reconociendo la posibilidad del fin («...que sea infinito mientras dure»), arroja la red sobre la eternidad con una confesión de entrega radical:  «Quiero vivirlo en cada vano momento/ Y en su honor he de esparcir mi canto/ Y reír mi risa y derramar mi llanto/ A su pesar o a su contentamiento».

A un amor total como el de Moraes escribe (y describe) un amigo entrañable. Ama a su compañera y ama el amor que de ella recibe. Un amor que hace simple lo complejo, que es lámpara que alumbra sin cegar, felicidad discreta en la que el tiempo se prolonga. Pero él, recipiente en el que ella vierte su ternura, sabe que el amor es también darse, que «el yo amante se expande entregándose al objeto amado». Ya no se plantea escalar cumbres y dejarse aturdir por el vértigo, el aliento que lo estremece es la emoción cotidiana del abrazo. 

Mientras el calendario se desposee de sus hojas, y pone frente a sus ojos el esqueleto del tiempo, él se regocija de la vida vivida a su lado. Y ese regocijo se convierte en plenitud que hace llevaderos los avatares de existir. Sus horas están pobladas del eco de la risa de ella.

Leo lo que ha escrito y me convenzo de que el amor, atacado en su diana por el consumo emocional y físico, ha sabido encontrar aguas apartadas donde arrojar su red. Para él, y también para ella, la pesca ha sido abundante. Juntos, y a ritmo lento, han aprendido a tejer la quietud de las horas, a disfrutar los paisajes del mundo, el sabor de la taza de café en la mesa cuando el sol despunta, las voces de los amigos, el leve ruido de la rama que cae.  

Gracias al amor –pueden repetir con Narbona– el porvenir no es un puñado de ceniza a punto de ser aventado, sino una luz que empuja a la oscuridad hasta despeñarla por el horizonte.

Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.