El Presidente de la República en el proceso legislativo

La mayor prueba de la existencia de un sano equilibrio se expresa cuando un gobernante tiene que sentarse a convencer a otros, sean de su partido o de la oposición

El campamento de varias organizaciones de mujeres en el frente noroeste del Palacio Nacional, en demanda de que el Presidente de la República “haga valer su liderazgo legislativo” en defensa de la despenalización del aborto en los supuestos de las tres causales, ha sido entendido por algunos juristas y sectores de opinión como una manera de desconocer el principio de la independencia entre los poderes públicos.

Un intercambio de pareceres sobre el tema con doña Carmen Imbert Brugal, en el Matutino Alternativo, es el origen de este artículo.

La independencia de los poderes está consagrada en el artículo 4 de nuestra Constitución. El mismo dispone que el gobierno de la nación “se divide en Poder Legislativo, Poder Ejecutivo y Poder Judicial” y que los mismos “son independientes en el ejercicio de sus respectivas funciones.”

La cuestión se remonta al duodécimo libro del Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, de Locke, aunque su divulgación se debe en gran medida a la contundencia con que fue formulada por Montesquieu: “no puede haber libertad donde los poderes legislativo y ejecutivo se hallan unidos en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistrados” o allí donde “el poder de juzgar no está separado de los poderes legislativo y ejecutivo.”

¿Significa que el representante del Ejecutivo no puede intentar hacer valer sus pretensiones en el ámbito del legislativo? Una lectura atenta de la Constitución dominicana conduce a la negativa por respuesta.

En nuestro país, el Presidente de la República tiene un papel protagónico en todo el proceso legislativo. El artículo 96.2 le confiere un amplio derecho a “a iniciativa en la formación de las leyes.” De conformidad con el artículo 233, ese derecho de iniciativa es exclusivo en lo relativo al proyecto de “Ley de Presupuesto General del Estado”, el cual debe someter al Congreso Nacional “a más tardar el primero de octubre de cada año”, (artículo 128.2.g).

En la fase final del proceso legislativo, correspone al primer mandatario “Promulgar y hacer publicar las leyes y resoluciones del Congreso Nacional” (artículo 128.1.b). Tiene, además, facultad para observar la ley, según prevé el artículo 101 constitucional: “toda ley aprobada en ambas cámaras será enviada al Poder Ejecutivo para su promulgación u observación.”

La facultad de observación expresa uno de los mecanismos de control que sobre el quehacer legislativo tiene el Ejecutivo. Ese control está orientado a garantizar, por un lado, que las atribuciones del Congreso se ejerzan dentro de los límites constitucionalmente previstos y, por otro, que la ley aprobada en su sede esté orientada a satisfacer cuestiones de interés general.

Tan relevante es el rol del Presidente en el proceso legislativo, que si al término de los 150 días de duración de cada legislatura queda pendiente -o se presenta-, una cuestión para la que se precise la intervención de las cámaras legislativas, “el Poder Ejecutivo podrá convocarlas de forma extraordinaria” (artículo 89 CD).

¿Por qué esa participación tan protagónica del Presidente en el proceso legislativo? Son varias las razones. La primera consiste en que la Constitución pone en sus manos la obligación, respecto de la ley, de “cuidar de su fiel ejecución.” (artículo 128.1.b). Es lógico que quien tiene sobre sus hombros la misión de convertir en políticas públicas el contenido de las leyes, quien jura “cumplir y hacer cumplir” la obra legislativa, quien tiene que disponer de los recursos para su ejecución a través de los correspondientes ministerios y direcciones generales, participe activamente en el diseño de su contenido.

Además, la labor de gobierno es una responsabiliad compartida entre los distintos poderes en que se organiza el Estado. Para la ejecución de esa labor, la Constitución ha traducido al lenguaje normativo la siguiente idea: que la sepración de poderes expresa un fino equilibrio entre control y efectividad permanentes que resultan imprescindibles en un gobierno en democracia. Control, para evitar los efectos indeseados de un poder sin límites; y efectividad para que, pese a los controles, puedan llevarse a cabo las iniciativas de interés general que justifican la existencia misma del gobierno.

Para ello se precisa colaboración recíproca, diálogo, búsqueda de entendimiento, capacidad de convencimiento, concesiones, trabajo conjunto. Ni el Legislativo ni el Ejecutivo pueden gobernar como islas. Ambos se precisan.

Todo gobernante tiene un legítimo interés en convertir en ley su programa de gobierno y su visión del Estado. Lo peor que le puede suceder a una comunidad política es que alguien pueda imponer su visión sin necesidad de dialogar, de convencer o tender puentes de entendimiento con los demás.

El problema entonces no es el diálogo, ni el ejercicio del liderazgo legislativo en defensa de una determinada causa, o de las tres causales. El problema no es la búsqueda de soluciones pactadas, para hacer frente a la todopoderosa realidad del desacuerdo que atraviesa de principio a fin el proceso legislativo. No es el ejercicio de civilización que consiste en intentar convencer a propios y extraños de las bondades de la visión que sobre un determinado aspecto de la política y la sociedad tenga un mandatario. Esto es parte consustancial del proceso democrático.

Lo que de verdad atenta contra la independencia de los poderes es la concentración del poder, que torna en banal e innecesario el diálogo y el liderazgo mismo, y quiebra los equilibrios que precisa la vida en democracia.

La mayor prueba de la existencia de un sano equilibrio en la correlación de fuerzas políticas y, por tanto, de adecuado funcionamiento de la independencia entre poderes, se expresa cuando un gobernante tiene que sentarse a convencer a otros, sean de su partido o de la oposición, para hacer valer una propuesta o una visión.

Claro que el presidente Abinader no está obligado a ejercer su liderazgo a favor de las causales, aunque crea en ellas. Pero hacerlo, lejos de contrariar la Constitución, forma parte de la forma en que ella ha organizado la relación entre Ejecutivo y legislativo.