Inercia y cambio

Pensar en grande, inflarse de valor, elevarse sobre los pequeños intereses, desprenderse de las miserias humanas y adquirir dimensión casi divina, que se consigue cuando se sacrifica el beneficio personal o de grupo por la salud y bienestar de todo un pueblo.

Inercia y cambio son estados opuestos. En reposo, la inercia se impone. La organización social, económica y política, se acomoda. La gente se acostumbra.

En esas condiciones las cuotas de poder y de riqueza se amplían. Los intereses se afianzan. Se tejen madejas complejas. Los ganadores se consolidan. Los demás consienten, a regañadientes, o se dejan anestesiar por la rutina. La telaraña de interacciones, de conveniencias, se fortalece.

Los procesos de reformas resultan tan difíciles de llevar a cabo porque para triunfar tienen que vencerla, siendo como es una fuerza poderosa.

La crisis tiene la virtud de que socava los cimientos de la inercia y pone en movimiento la rueda del cambio. Una vez vencida la resistencia inicial, el movimiento se convierte en irresistible, como si un enorme alud se desprendiera de la montaña y arrasara con todo lo que encontrara a su paso.

La rueda de la historia la mueven las grandes crisis. Mientras más grandes fueren, mayor es la posibilidad de ruptura con el estatus establecido y más intensas las transformaciones.

A cada cual le queda la opción de participar en el movimiento, impulsarlo, situarse a la vanguardia; o pretender amortiguarlo, detenerlo, frenarlo. Unos se convierten en activistas; otros encarnan la reacción en contra.

En este país, y ahora, todo luce indicar que se está incubando una perturbación, una sacudida en el sistema político e institucional. Nadie sabe si alcanzará gran dimensión, o se constituirá en un conato a ser auto sofocado por carencia de oxígeno.

El detonante fue la operación Lava Jato en Brasil, y las revelaciones sobre los sobornos a cambio de adjudicación de obras, financiamiento de campañas políticas, y sobrevaluaciones de Odebrecht, cuyos tentáculos en la República Dominicana involucran a una franja espesa del espectro político.

Pero, antes de eso, la pólvora estaba diseminada por toda la estructura social y económica.

Una pólvora que fue esparciéndose a la par que la estructura de poder empezó a fosilizarse, las instituciones a deformarse, y la organización económica a agrietarse.

Dejar que se siga ahondando el malestar, es apostar a no electrocutarse mientras se camina al descuido y sin protección en medio de líneas eléctricas de alta tensión.

En argumento contrario, tratar de reconducir el proceso, sin desnaturalizarlo, podría ser constructivo y reparador. Y, más que eso, necesario para desarmar la espoleta de lo incierto.

La cuestión es sencilla

La sociedad reclama rectificaciones. Es tiempo de retomar la agenda de las transformaciones con un propósito claro y definido de que la economía y la sociedad den un salto hacia la modernidad.

Oponerse a esa agenda o congelarla carece de sentido, pues podría acelerar la posibilidad de que la mecha se encontrara con la pólvora, con el riesgo de que al azar se topara con la simple chispa.

La señal de buena voluntad, o si se quiere, el prerrequisito para un entendimiento constructivo, parecería ser el de proceder a la reforma del sistema político para restaurar la independencia de los poderes del Estado, hacer funcionar los mecanismos de rendición de cuentas, imponer la transparencia en el desempeño de las ejecutorias públicas, y aprobar una ley de partidos y electoral que garantice la equidad y limpieza en el certamen electoral.

Y continuar después, casi de inmediato, poniendo en ejecución el abanico de reformas pendientes, fiscal, eléctrica, transporte, laboral, seguridad social, con miras a instaurar un Estado fuerte, pero pequeño y funcional.

Hay que ir, sí o sí, hacia la transformación estructural, a la expansión económica orientada al exterior, diversificada, y a un mercado laboral flexible integrado con mano de obra dominicana, con protección social.

Atreverse no siempre es posible. Pero atreverse cuando en el horizonte se perfila un concierto de jaque, tal vea sea la única forma de volver a ilusionar, de contrarrestar el profundo malestar social, y lograr que todos se sientan partícipes de la puesta en marcha de un proceso de renovación y regeneración.

Y ese proceso debiera ser de amplio calado.

Pero para eso se necesita perder el miedo. Pensar en grande, inflarse de valor, elevarse sobre los pequeños intereses, desprenderse de las miserias humanas y adquirir dimensión casi divina, que se consigue cuando se sacrifica el beneficio personal o de grupo por la salud y bienestar de todo un pueblo.

No siempre el destino concede una segunda oportunidad.