Mercado y desigualdad

En el mercado se pueden generar resultados que son eficientes desde el punto de vista económico pero que no son socialmente deseables, como en el caso de la desigualdad.

«El ‘mercado’ o la organización del mercado no es un medio hacia el logro de algo. Es, en su lugar, el cuerpo institucional de los procesos de intercambios voluntarios en los que participan los individuos en sus diferentes capacidades. Eso es todo lo que hay en ello. Los individuos son observados al cooperar entre ellos, alcanzar acuerdos, intercambiar. El circuito de relaciones que surgen o evolucionan por este proceso de intercambio, el marco institucional, es llamado ‘el mercado’». James Buchanan, Cost and Choice, 1969

El mercado es probablemente el término o concepto más trillado de la economía. Su popularidad es entendible, pues de entrada se le relaciona con un lugar físico o virtual en donde se intercambian bienes y servicios. Para el economista normalmente es más que eso; es el arreglo institucional que surge espontáneamente de la tendencia natural de los hombres y mujeres a intercambiar para lograr un mayor bienestar. Desde este punto de vista, el mercado es prácticamente la más antigua de las instituciones humanas.

A Adam Smith se le considera el pionero en concebir una economía cuyo mejor funcionamiento se encuentra en el respeto a los mecanismos propios del mercado. El interés propio, de acuerdo con Smith, es la fuerza que lleva a los individuos al logro del interés social. Esa ‘mano invisible’ ha sido objeto, también, de ataques infundados que caricaturizan su valor pedagógico. El gran economista escocés estaba consciente – y así lo escribió – de que la naturaleza podía llevar a comportamientos social y económicamente indeseables. Por eso abogó por un orden institucional que sirviera de referencia a una acción humana que podía tomar cursos dañinos para los demás. Es incorrecto, consecuentemente, pensar que Smith abogaba por un capitalismo salvaje, como suele atribuírsele. Su aporte, en cambio, de que el mercado facilita la división del trabajo, la especialización y el intercambio mutuamente ventajoso, ha superado la prueba del tiempo.

Sin embargo, el mercado ha sido tipificado – con mucha frecuencia – como un juego que suma-cero o suma-negativo; es una tipificación que una parte de la clase política ha utilizado para auto presentarse como un juego de suma positiva. Al referirse a esta situación, Boetke (2012) plantea que en el mercado «el interés de los jugadores no necesariamente entra en conflicto; la ganancia de un jugador no implica la perdida de otro jugador. La política es, por el otro lado, en el mejor de los casos un juego de suma-cero, en la que los intereses entran en conflictos y la ganancia de un jugador es la perdida de otro jugador». Y enfatiza que la política puede ser un juego de suma-negativo si el lobismo no es controlado. En ese contexto, la idea es que, argumenta Boetke, el mercado es presentado como el problema y el gobierno como la solución.

Desde una perspectiva histórica, el mercado, como institución, ha sido el telón de fondo de los grandes cambios que ha experimentado la humanidad. Basta con mirar hacia finales del siglo XVIII para tomar conciencia del tipo de sociedad – niveles generalizados de pobreza y concentración demográfica en las zonas rurales, entre otras características – que predominaba para esa época en los países más avanzados. Ese cuadro comenzó a cambiar radicalmente con la primera revolución industrial y el surgimiento de un sistema capitalista – con todos sus defectos – que transformó las estructuras productivas y redujo considerablemente los niveles de pobreza. Y la humanidad tuvo la oportunidad de ver en el siglo XX, como si fuera un experimento, dos tipos de sociedades paralelamente operando: capitalismo y socialismo. Luego de siete décadas la historia dio su veredicto: el socialismo logró la eliminación casi completa de la desigualdad, pero a un costo extremadamente alto en términos económicos y de generalización de la pobreza.

El capitalismo ha logrado sobrevivir porque, entre otras razones, es un sistema más compatible con la naturaleza económica y con la vocación de libertad de los individuos y de la sociedad. Pero el capitalismo necesita de los arreglos institucionales, como pensaba Adam Smith, que domestiquen los instintos humanos y permitan que el interés particular actúe en el marco de la cooperación social que, en definitiva, es parte de ese mismo interés particular. Esto es, la cooperación social debe surgir del propio interés del individuo, dado que dicha cooperación genera mejores resultados a todos los agentes económicos.

Claramente, en el mercado se pueden generar resultados que son eficientes desde el punto de vista económico pero que no son socialmente deseables, como en el caso de la desigualdad. El reto de las políticas públicas, en este escenario, es el diseño de esquemas redistributivos que no desincentiven la iniciativa privada, que es la base para el desarrollo de una sociedad. Es obvio que, en general, los niveles de desigualdad son menores en las naciones desarrolladas que en las subdesarrolladas. Esto significa que es posible conciliar los objetivos de desarrollo con los de reducción de la desigualdad.

Pero también significa que no es posible – ni siquiera filosóficamente – la eliminación completa de la desigualdad. Las sociedades igualitarias solo son posibles dentro de regímenes de fuerza o dictaduras. En una sociedad en libertad siempre habrá espacio para la desigualdad. Lo importante es que la desigualdad no se origine en la falta de oportunidades y la negación de derechos a los individuos; sino, en el talento, la innovación y la disposición al trabajo de unos y otros.

Se debe evitar, a toda costa, que el interés por reducir la desigualdad termine matando a la gallina de los huevos de oro...