Estas culpas no son del tiempo

El frío enciende los diálogos porque suelta las amarras de la timidez, porque ingresa en un terreno que a todos pertenece. Se pierde la noción del tiempo y también del frío.

(Ilustración: Ramón L. Sandoval)

Las noticias son de heladas tan severas que fuerzan a refugiarse en casa, a instalarse en compañía de uno mismo y reprimir la locuacidad aunque haya interlocutores. Han sido días de fríos intensos, como los que garfean el alma cuando lo inevitable desplaza toda esperanza y enervan el cuerpo ansioso de una calidez que no es térmica. El Ártico se ha mudado al sur y convertido miles de kilómetros cuadrados en un congelador tan inmenso como implacable en la lógica de sepultar todo vestigio de calor y color.

Días hay en la Europa del norte en los que el termómetro se resiste a subir más allá de la raya que marca el punto en que el agua se convierte en hielo. La nostalgia se viste entonces de sol caribeño, luz de vida insular. Hay grados positivos y negativos para medir este tiempo, no para aquel otro, el de la desolación del espíritu, insensible a las reglas de las estaciones.

Leo que en Minnesota, en el Medio Oeste norteamericano, hará tanto o más frío que en el Polo Norte. Estas culpas no son del tiempo sino del cambio climático que arroja el futuro de todos contra la pared, y tema que con gallardía acaba de llevar la República Dominicana tropical al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Hace hervir la sangre la tozudez de quienes ignoran estas palabras admonitorias del canciller dominicano Miguel Vargas en el recinto solemne del organismo máximo de la ONU: “El incremento en años recientes de la frecuencia y la intensidad de los fenómenos naturales extremos en el Caribe ha sido una clara señal de alarma para nuestro país y nuestra región.

“No reconocer y encarar a tiempo de manera adecuada esta vulnerabilidad tendrá serias implicaciones para nuestras naciones, así como para las de otras regiones igualmente expuestas... la atención que le prestamos al vínculo entre medio ambiente y seguridad es, desde nuestro punto de vista, coherente con los esfuerzos que venimos realizando con los demás miembros de la comunidad internacional para construir una arquitectura institucional que responda a los múltiples desafíos planteados por la degradación medioambiental”.

Tópico presente en toda conversación, el frío enciende los diálogos porque suelta las amarras de la timidez, porque ingresa en un terreno que a todos pertenece. Se pierde la noción del tiempo y también del frío. Las temperaturas reales y la sensación térmica, “el grado de incomodidad que un ser humano siente, como resultado de la combinación de la temperatura y el viento en invierno y de la temperatura, la humedad y el viento en verano”, parecen insoportablemente punibles cuando el mercurio desciende no a los infiernos de Dante sino a territorio negativo.

A diez grados bajo cero, por ejemplo, por cualquier pulgada del cuerpo expuesta a la inclemencia se cuela un torrente de escalofríos que se amplifica en cada fibra y hueso con celeridad que electriza. Puede que la cara sea la herramienta perfecta para ocultar o revelar los sentimientos, no para el rigor de estos aires cortantes que, cual anestesia, atacan cada micra de epidermis con un efecto paralizante que obliga a hablar como Demóstenes, cuando recitaba versos con piedras en la boca para domar su tartamudez.

Las calles se despueblan, el hogar es más acogedor que nunca y hasta la cocina, refractaria al toque masculino, se convierte en refugio amable cuando los pucheros se animan en el calor de la estufa y despiden olores inimaginables afuera, donde la pesadez de la atmósfera cortocircuita el olfato.

Caminar es un calvario, no solo por el frío sino también por los remedios. Protegerse conlleva peso, capa sobre capa de alivio textil y de lastre inevitable. Y si se dobla el paso para huir de los elementos, el calor generado está impedido de salir de igual manera que el frío de entrar. Llega un momento en que el tejido pierde hidalguía, en que la lana de esos borregos originarios de la Cachemira o de la variedad Merino que llegaron de Turquía y Castilla, y hasta de las alpacas y vicuñas de los Andes imponentes, muta de caricia a tortura.

Aun así, la mente caribeña no termina de decidir qué prefiere pese a los tantos años en una suerte de aporía existencial. ¿Son estos fríos intensos, como los que reducen el espíritu al amparo de la desesperanza, más tolerables que una vida de trópico perenne, de años de doce agostos?

Buscaba otro estado, el del tiempo en Waterloo, —sí, donde cayó Napoleón—, cuando al pronóstico de escasez de grados positivos se sumó nevisca, que supuse de inmediato como una combinación de nieve y ventisca. Palabra que escapa al vocabulario cotidiano. Con más precisión, “nevada breve y de copos pequeños”.

Cuando caen las horas inmediatamente posteriores, escribí hace ya años, la nieve es un bálsamo, una suerte de tranquilizante que llega por los ojos directamente al espíritu. Contrario a la lluvia, no se acompaña de truenos, relámpagos o rayos: se basta a sí misma. Tampoco se derrama sino que se posa queda y tímidamente sobre la tierra, el pavimento, las aceras, los techos, las ramas desnudas o con hojas, los troncos retorcidos o rotundos. No se le escapa superficie, ni siquiera la solemnidad de la calvicie humana. No moja mientras rijan temperaturas de congelación, sino que se adhiere casi en secreto y revela toda su majestad cuando alcanza abundancia mensurable en centímetros o pulgadas.

La nieve inspira, invita a recluirse en uno mismo, a interiorizar la paz que exuda esa cobija blanca que arropa todo. Incluso, trasciende su materialidad para encontrar refugio atemporal en la poesía y la literatura más exquisita, donde es un deleite para ser recreado por la imaginación: sin desleírse, caldea el espíritu.

Esta vez la nieve ha borrado el verde de mi jardín y esculpido en blanco la majestad de un espacio que al amanecer tardío revela las huellas de un zorro sin miedo urbano, o de una ardilla a la que el cambio de estaciones trae confundida.

La caída de las temperaturas ha sido casi general en la geografía europea, en el Medio Oeste estadounidense y todas las llanuras que se extienden a lo largo de las riberas del imponente Misisipi-Misuri. Insisto porque las advertencias son y serán insuficientes: rige el trastorno climático, con el consiguiente efecto sobre la rutina y la normalidad de los inviernos, de los veranos huracanados y el sueño de volcanes que nacieron con la historia.

Si el termómetro marcha desorientado, qué no decir de nosotros que asignamos temperatura a los sentimientos y conductas de manera tan arbitraria que atolondra. Porque celebramos los cabezas frías como dechados de sosiego, juicios calibrados e imperturbables cuando se requieren decisiones en circunstancias cruciales. Mas le atribuimos al llamado “sangre caliente” insensatez, torpeza en el discernir y levedad de pensamiento.

Y, sin embargo, la tibieza de corazón es asimilable a imágenes de ternura, de nobleza de sentimientos, de calor solidario y amoroso. La amistad y el amor se definen cálidos, y la venganza se aconseja fría. El miedo refiere a «sudores fríos», y alcanza los grados del espanto. Unos arrumacos imprevistos (convenientemente dispensados), y más si han sido ambicionados por mucho tiempo, son capaces, se dice, de dejarnos «congelados» o «pasmados». A la ofensa se responde con frialdad. La pasión rompe todos los termómetros, desafía la escala térmica en centígrados o Fahrenheit.

Solo sabemos con certeza que las temperaturas sentimentales a todos nos afectan, altas o bajas. Y que el mejor abrigo de nada sirve cuando el frío intenso se llama desolación y desamor.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.