Juego de tronos, de historias y de creencias

Vicios, virtudes, vacilaciones, traiciones, maquinaciones, vileza, amores y desamores, odio, violencia e instintos bajos conviven en un mundo de ficción exagerada, a veces, pero no tan distante de la historia real de este y otros siglos.

(Ilustración: RAMÓN L. SANDOVAL)

Avívase el debate con la afirmación tajante de que Juego de Tronos, la popular serie de HBO, es la mejor de todos los tiempos. Luego de la emisión de cada capítulo de la última temporada, los principales medios de comunicación mundiales abren la compuerta a las críticas, ofrecen resúmenes acabados y analizan cuidadosamente los detalles estéticos. Algunos, incluso, adelantan conjeturas sobre la línea argumentativa y, ante todo, cuáles posaderas ocuparán el Trono de Hierro, sobre la testa la corona que simboliza el control de los siete reinos agrupados en la geografía de Westeros.

Las casas de apuestas están abiertas y el hagan juego resuena hipotético en periódicos y en las redes y, por supuesto, en el paraíso lúdico conocido como Las Vegas. Los bonos de Daenerys se cotizan a la baja. La Khaleesi se decantó por el miedo y en un arranque incontenible de odio y venganza redujo a ruinas, cenizas y espanto la ciudad Desembarco del Rey. Tanta crueldad la iguala a la cínica Cercei y al imperdonable gemelo y amante incestuoso, Jamie Lannister, ambos descartados al sucumbir en un alud de ladrillos, piedras y argamasa en la denominada Guerra Final. Para todos los fines de lugar, sepultados los tres.

Sobran los ejemplos de producciones cinematográficas fracasadas pese a las grandes inversiones que han consumido. Juego de Tronos se ha tragado decenas de millones de dólares. Ejemplo, la sexta temporada requirió diez millones de dólares, a millón por capítulo. Estas últimas seis entregas registran gastos ascendentes a unos noventa millones, un récord también logrado en audiencia. La producción ha ido a la par de un guión escrito con esmero e interpretado por actores de primera que han devenido millonarios en ganancias y popularidad.

Recursos técnicos de última generación dan vida a episodios bélicos soberbios, tanto por la exigencia técnica como por la fotografía impresionante, música apropiada, vestuario y sets construidos y diseñados con maestría. Un documental reciente de HBO sobre la inventiva detrás del último episodio me ha dejado anonadado. El cine es ficción a la caza de la realidad, y en Campanas no hay tregua. El maquillaje de los actores, el realismo impregnado a la fiereza en los combates, los efectos de sonido y la utilización de verdaderos mutilados para exponer el daño humano provocado por Daenerys y su orden aterradora de ¡Dracarys!, proporcionan un resultado cinematográfico difícil de superar. Las escenas de devastación fueron cuidadosamente preparadas, hasta el punto de que las edificaciones se levantaron con las líneas del colapso estructural previamente establecidas.

Quejas hay, sin embargo. Una apunta a la oscuridad que reina en los fotogramas de la Batalla de Invernalia, episodio tercero de esta última entrega y que generó !ocho millones de tuits! Nada casual en ese tono sombrío que caracteriza La noche larga, sino un medio más de obtener la atmósfera ideal, perfectamente compatible con las ideas detrás del entramado y una historia que va más allá de la violencia y la carga personal de los protagonistas.

Es ese capítulo, precisamente, el que afinca Juegos de Tronos en una narrativa antropológica que, particularmente, encuentro fascinante. Casi un desafío intelectual. Cierto que el maquiavelismo brota a borbotones a lo largo de la serie. Que vemos sin necesidad de mucha cogitación un retrato cinematográfico de las consideraciones visionarias de Cervantes y Shakespeare sobre la condición humana. Vicios, virtudes, vacilaciones, traiciones, maquinaciones, vileza, amores y desamores, odio, violencia e instintos bajos conviven en un mundo de ficción exagerada, a veces, pero no tan distante de la historia real de este y otros siglos.

En La noche larga se libra la eterna batalla entre el bien y el mal y se perfila una línea de atención significativa hacia un descubrimiento primigenio que facilitó la supervivencia a nuestros antepasados e impulsó la vida en comunidad: el fuego, uno de los elementos clásicos para representar la materia y que puebla la mitología y creencias religiosas. Para los griegos, nos llegó gracias a Prometeo, acreedor de un castigo espantoso por robarlo a los dioses y entregarlo a los mortales. Es el arma por excelencia contra las huestes del Rey de la Noche, y la sacerdotisa Melisandre remite a viejos cultos con vigencia aún en prácticas religiosas asociadas al zoroatrismo. Tanto en Roma como en Persia, esta última cuna de esta religión que luego se extendió hasta la India, el fuego era el símbolo de la unidad del Estado.

Alrededor del fuego se contaban las historias y se hilaban las tradiciones que dan consistencia al tejido social. El carácter sagrado de las llamas es transversal a todas las religiones, monoteístas o no. Aparece en la Biblia, en el Corán, en los Vedas y en la Torá. “Visible, pero inasible, poderoso, pero inmaterial, el fuego es para muchas sociedades el símbolo más patente e intrínseco de lo divino. Sin embargo, a la vez es profundamente humano. De hecho, se ha argumentado que el fuego hizo posible la sociedad humana”, señala Neil MacGregor en Vivir con los dioses.

“¡Aeccio Sonio Ilumizas!” (¿Protégenos, Señor de La Luz?), invoca in crescendo Melisandre hasta que brotan y crepitan con vigor las llamas que se esparcen por las trincheras que en la noche helada protegen a Invernalia de los zombis. El resplandor se refleja en la nieve en tomas impresionantes, cargadas de dramatismo y malos augurios. Es un invierno de duración indefinida y largamente anticipado porque con el cambio de estación llegarían los Caminantes Blancos liderados por el Rey de la Noche. Derrotarlos equivale a obligar la muerte a retroceder.

Nuevamente atisbos de leyendas y religión. El invierno, con su peligroso desafío a la capacidad del hombre primitivo para sobrevivir, era la temporada de la muerte y, por tanto, forzaba a una preparación cuidadosa de aprovisionamiento y resguardo de las inclemencias del tiempo. Invernalia es el muro de contención al extermino que llega con los Caminantes Blancos, amenaza segura de un invierno eterno. Con razón la saga de siete libros, de la que Juego de Tronos es el primero, se llama Canción de hielo y fuego. La serie de HBO se ajusta estrechamente a la obra literaria del norteamericano George R. R. Martin, excepto en las últimas temporadas. Los dos últimos libros, Vientos de invierno y Sueño de primavera, siguen sin ser publicados.

Hay quienes emparentan la creación de Martin con la guerra de las Dos Rosas. De 1455 a 1487, la Casa de York y la Casa de Lancaster se enfrentaron por el trono de Inglaterra. Hay similitudes, ciertamente, y ambas descendencias reales bien podrían ser las ficcionales Lannister y Stark. La novedad estriba en los aspectos religiosos a que hacía referencia y en que, contrario a la historia verdadera, hay una fuerte presencia femenina en el protagonismo de los conflictos.

No hay hombres sino mujeres fuertes. Quien acaba con el Rey de la Noche es Arya Stark, encarnada por Maisie Williams. Ya antes, Sansa Stark le salvó la vida al héroe de la saga, Jon Snow, en la Batalla de los Bastardos. Se enfrentan Cersei Lannister y Daenerys Targaryen por el Trono de Hierro; una de las combatientes más valerosas es Brienne de Tarth, mujer que rompe el monopolio masculino del título de caballero en los siete reinos. Las maldades y virtudes están repartidas equitativamente entre héroes y heroínas, villanos y villanas.

Mañana se difundirá el último episodio de la temporada octava y de la serie. Solo apuesto a que habrá un ganador o ganadora. Y a que los dos libros restantes de Martin y su saga tienen el éxito asegurado.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.