Cuando Palm y Lowenstein se refugiaron en Santo Domingo dejando la guerra

Enfoque La casa de los investigadores de arte fue cita obligada de intelectuales dominicanos y extranjeros en plena era de Trujillo

Erwin Walter Palm y su esposa Hilde Lowenstein, refugiados en Santo Domingo.

El golpe de las olas sobre la quilla estremecía a los viajantes en busca de puerto. Apretados en la proa o amontonados a estribor, el viento del norte les helaba la esperanza y les arropaba de angustia la conciencia, atentos a una voz que les dijera, al menos, ¡bienvenidos! Eran tantos los que zarparon desesperados del otro lado del Atlántico para aferrarse a la vida: familias incompletas, figuras solitarias, enfermos terminales o parejas indecisas formaban parte de la lista de emigrantes que preferían la aventura antes que esperar la muerte en tierra.

Muchos signos y noticias fueron suficientes para convencerlos de subir al primer barco que los llevara a lo lejos, donde la sombra de la barbarie no pudiera darles caza. En las manos las valijas con algunas menudencias: unas fotos familiares, dos cuadernos, unas cartas en su sobre, siete libros o un dosel imaginario; en la espalda las huellas que aun forjaban su memoria; en la frente el orgullo y el temor, en aquellas líneas paralelas que les marcaban el asombro.

Y sobre la plataforma atestada de llantos, de soledades comunes, dos figuras: Erwin Walter Palm e Hilde Lowenstein, investigadores del arte y la cultura europeas. Él, nacido en Frankfurt del Meno, en 1910, estudió Filología, Historia del Arte y Arqueología. Ella, nacida en Colonia en 1909, estudió Leyes, Economía, Sociología, Ciencias Políticas y Filosofía. Ambos coincidieron en sus estudios de Doctorado en la Universidad de Florencia durante su primera emigración que culminó en matrimonio en 1936. Tres años después huyeron a Inglaterra, desde donde tuvieron que salir hacia cualquier punto cuando se inició la Segunda Guerra Mundial.

Navegantes sin destino, el barco que los trasladaba trataba de llegar a un puerto que permitiera refugiados: Nueva York, México, La Habana, Santiago de Cuba hasta que recibieron salvoconducto en la República Dominicana.

A orillas del Higuamo, en San Pedro de Macorís, llegaron en verano de 1940 con una maleta y un diccionario italiano-español como garante de diálogo. Una tierra inesperada de la cual no sabían casi nada les indujo a quedarse, tan solo por unos días, tal vez unos meses o quizás un par de años, no más.

Y durante catorce años Santo Domingo fue su casa, su espacio vivencial y su refugio, un cobijo provechoso desde donde alcanzaron su futuro. Asombrados por el sol, por la bondad de la gente, por la calidez de los nuevos amigos, descubrieron los muros coloniales y las sendas de la antigua villa de Santo Domingo que les pareció tan intacta en su pasado, tan graciosa en sus rincones o tan misteriosa en sus encantos. Y se dedicaron a escudriñarla en cada pieza que les reflejara un testimonio colonial: allí las molduras barrocas, acá las nervaduras góticas, a lo lejos un pedazo de románico o entre callejones una figura medieval. No tardaron en adentrarse en los patios de las casas o en las bóvedas de los templos arruinados para descubrir, con entusiasmo, el esplendor que dormía entre la pátina del tiempo. Desde sus cátedras en la Universidad Primada, tuvieron tiempo para denunciar la grandeza escondida en la arquitectura plural de Santo Domingo que la piedra, la tapia, el ladrillo o la madera la marcaran.

Su casa se convirtió en cita obligada de los intelectuales. Por allí pasaron figuras paradigmáticas como André Breton, Emil Ludwig, Víctor Serge, Wifredo Lam o tantos dominicanos como Julio Ortega Frier, Pedro Troncoso Sánchez o Francisco Prats Ramírez. Acompañadas de los famosos té frío con limón y ron criollo de Hilde, se armaban las tertulias para la confrontación de ideas, la poesía, la historia del arte, la música clásica en el Telefunken Tosca que le dieron un toque tan especial a su casa, hoy demolida. Conocieron el país de extremo a extremo, regocijados en Jarabacoa, su segunda residencia. Mientras Erwin escribía, Hilde fotografiaba con su Rolleiflex la ciudad en un documento gráfico de incalculable valor para el presente.

Erwin se marchó varias veces a toda Centroamérica y a Nueva York gracias a la beca Guggenheim, con el tema de Santo Domingo como objetivo. Hilde sola, ya en Jarabacoa, ya en Santo Domingo, a la espera de las cartas que le acercaran a él. Y otras cartas también llegaron, en especial, aquella que le cambió el rumbo: la muerte de su madre. Y de allí surgió su primer poema, en 1951, una noche en que Erwin lo tomó en sus manos y lo leyó con desgano para decirle a gritos que eso no era un poema mientras ella rumió en silencio: “entonces comprendí que había escrito un poema”.

Y el esperado retorno los conduce a Europa en febrero de 1954. La salida alegre, el gato con una oreja que dejaban en el patio, las hojas de plátano, los numerosos cocoteros, la playa cercana, la humedad y la lluvia, el olor a trópico por las tardes y la casa... En sus manos la maleta, la misma maleta de siempre y la Remington portátil donde Erwin escribió su obra cumbre: Los monumentos arquitectónicos de La Española y ella sus inesperados primeros poemas cargados de lirismo.

El tiempo los envuelve en el viejo mundo: Heidelberg con sus estudios medievales, del oriente lejano y de la América Hispana; Andalucía con Lorca, con Alberti, con Sevilla y su cultura, los bailaores y los olivos, la lengua y la cofradía de seres parecidos en busca de expresión. Y de nuevo América, Tlaxcala en México, Venezuela, Argentina y otros y Santo Domingo en la memoria.

Erwin convertido en erudito, sometido en sus rigores académicos o traduciendo al alemán los poetas hispanoamericanos, mientras Hilde, productiva y desafiante en busca de su voz y de su nombre. Hasta que surge bautizada en Domin, la Hilde Domin que sugiere respeto y admiración, cuyo nuevo nombre retoma la isla que la protegió, su Santo Domingo preciado, su hogar de grandes horizontes.

Como yo, Hilde Domin, abrí los ojos llorosos en aquella casa en las márgenes del mundo, donde germina la pimienta y el azúcar y los árboles de mango, pero la rosa sólo difícilmente, la manzana, el trigo y el álamo absolutamente nada, yo, perseguida y expatriada, ahí me levanté y fui a casa en la palabra.

En 1984 visitaron por última vez a Santo Domingo y revisaron la ciudad, sus calles y los monumentos para insertar nuevas lecturas a la arquitectura histórica en proceso de restauración. Muchas caminatas al amanecer o en la prima tarde, arduas reuniones técnicas o amenas tertulias en las noches de incesante calor, soportadas, tal vez, por otros té fríos con limón y ron criollo.

Y en su faz la nostalgia, el rumor de las olas y el sonido de la nave en su cercanía al río, el perfil de la ciudad de San Pedro de Macorís detrás. Y el zigzag de las aguas en su vaivén hacia la orilla. Aquella orilla como refugio, principio de una historia que se nos antoja memorable...

Lea el artículo completo

en diariolibre.com

Arquitecto, conservador de monumentos, historiador de la arquitectura, poeta, ensayista y doctorando en Lingüística y Literatura por la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra.