La tortura de Bournemouth

"In illo tempore", cuando era feliz e indocumentado, "when I was younger so much younger than today", viajé a Inglaterra un verano.

Ilustración: Ramón Sandoval
Estudiaba, por aquel entonces, en un internado de jesuitas de Gijón, España, y a los curas se les ocurrió que, los que estudiábamos inglés como asignatura extra, podríamos, en los meses de verano, viajar a Bournemouth, ciudad costera del sur de Gran Bretaña, con la finalidad de perfeccionar el idioma.

Nos alojaríamos en casas de familia y asistiríamos a clases cada mañana. La idea me pareció extraordinaria. Estaba loco por conocer Inglaterra en aquel momento en el que "The Beatles" se adueñaban del planeta y el mundo se concentraba en Londres.

Mi familia, en principio, no vio el asunto con ojos tan favorables. De todas maneras logré vencer la oposición inicial y desde el ferry, acompañado de un grupo de condiscípulos y de un par de curas que cambiaban de costumbres y de moralidad desde el mismo instante en que se veían lejos de la santísima España franquista, contemplé la isla de Man y el puerto de Southampton. Allí, luego de seleccionar el equipaje, nos subieron en un autobús y nos dieron una serie de explicaciones. Se trataba de distribuir a un alumno por casa pero, en el último instante, faltó un hogar.

Aquello era algo temporal, de un par de días pero, en lo que se solucionaba el problema, dos condiscípulos deberían permanecer bajo el mismo techo.

Uno de los elegidos para quedarse en aquella hermosa casa de dos pisos ubicada en el número 24 de la Southwood Avenue fui yo. El otro, Vitín, uno de mis amigos más apreciados pero también uno de los menos disciplinados, tal vez porque nunca había sido interno.

–¿Algún problema?

Ninguno. Ningún problema. Por el contrario, contando con un compañero en la misma casa, los primeros días de la estadía iban a resultar mucho más divertidos.

Bajamos las maletas del autobús y nos encontramos frente a este par de viejecitas de pelo blanco y vestidos floreados que respondían a los nombres de Mrs. Lang y Mrs. Thompson. Ellas nos recibían con una sonrisa y con los brazos abiertos. Nosotros nos mirábamos uno al otro absolutamente perplejos. El padre prefecto, al despedirse, volvía a asegurar que era sólo un asunto de pocos días ya que no íbamos a aprender nada de inglés.

En la casa no éramos los únicos huéspedes. Allí vivía Malcolm, un adolescente con rostro vampírico que resultó ser hijo de Mrs. Thompson, y Diana, una estudiante gordezuela que vestía siempre con un anorak azul. Además de un par de nórdicos, suecos o noruegos cuyas vacaciones estaban al expirar.

Era el primer almuerzo. Recuerdo que nos sirvieron una especie de empanada de riñones, algo que me produce naúseas. Yo, para no pasar por maleducado, trataba de tragarme aquello con agua y las lágrimas me brotaban de los ojos.

–Do you like it? Decía Mrs. Lang.

Y Vitín le contestaba en el español más castizo:

–Una mierda, señora, una verdadera mierda.

Mrs Thompson repetía:

–Mierda… Mierda is good?

–Oh yes… Very very good... Arturo loves it.

Y la señora volvía a llenarme el plato y la tortura parecía no acabar nunca.

Suerte que Vitín se fue pronto de la casa y aprendí métodos para tirar la comida en la servilleta o arrojarla por la ventana sin que se dieran cuenta hasta el día en que me descubrieron. Pero esa es otra historia de un Bournemouth maravilloso a no ser por la comida.