Un padre, un ídolo

Wilfrido Vargas dice lo que nunca ha dicho sobre su padre

Padre e hijo en una foto muy reciente (Archivo de Wilfrido Vargas)

ORLANDO, FL. No hay forma de dejar de escribir sobre nuestros padres en su día, pero lo quiero hacer de una manera distinta, ya que un artículo al estilo poema sería solo para honrarlos, expresándoles respeto, amor y ternura. Sería un artículo hermoso pero no surtiría el efecto del aporte y el llamado a la reflexión que procuran estas líneas.

Los que somos padres, también somos hijos y tenemos hijos, quienes a su vez son padres o lo serán. De modo que este artículo es para ese árbol con toda la belleza de sus frutos y sus ramas. Es decir, esta columna es para usted, sus hijos y sus nietos, para la familia. Lo que pretendo no es tan fácil porque no creo que se pueda dar lecciones acerca de cómo ser padre o qué es ser padre, aunque cada quien saque sus propias conclusiones y proceda de acuerdo a ellas.

Pero mientras tanto, ¿qué les parece si comenzamos conmigo mismo y así salgo de eso temprano? Me gustaría hablar de lo que hice, de lo que no hice y de lo que me hubiera gustado hacer con mis hijos. Sería una manera de sentirme liberado.

No tengo reparo en decir que mis hijos son mi vida, pero tampoco en admitir que la euforia con la que recibí ese regalo de Dios me volvió loco y me hizo olvidar que una moneda tiene dos caras. Cuando vi llegar mis hijos al mundo me detuve tanto en la cara de la celebración, que no le presté mucha atención a la otra que era la de la responsabilidad y la conciencia que eso requería. No me avergüenza comparar aquel acontecimiento con el hecho de cuando a un niño le nace su primer hermanito, ¡no lo podía creer!

Me levantaba por las noches a asustarlos. Llegué al absurdo de sonarle fuertemente la trompeta en la cara a Wilfridito para ver cómo reaccionaba. Quería saber si escuchaba o si había nacido sordo. Era como hacer una evaluación de sus reflejos. No sabía qué hacer. Creía que mis hijos eran como juguetes y me distraje en esa alucinación de dicha y gozo.

A tiempo di el próximo paso, el del padre dedicado y responsable en mi rol como proveedor de las obligaciones sociales. También los llenaba de amor dándole besos. Les compraba juguetes, vestuario. Trabajaba para garantizarles vivienda y educación. Para entonces era muy joven y solo replicaba lo que había aprendido de mi padre, lo cual probablemente él vio con el suyo.

Entonces, ¿qué es ser padres?

Pudiéramos decir que un padre debería ser como una brújula que orienta el camino de sus hijos, pero no significa que con eso siempre se cumple a cabalidad con el trabajo de padres siendo guías o modelos a seguir. ¿Y es que si no lo somos, cómo vamos a enseñar lo que no somos? Y con más razón si soy hijo de un divorcio y mis hijos de otro.

Todos mis hijos son una bendición de Dios. Cada uno me supera en todo, pero debo confesar que como ser humano también cometí errores. De manera que, de lo que me quejo ahora que tengo la edad y la madurez suficiente, es de no haber descubierto a tiempo que la asignatura imprescindible de la vida es la crianza adecuada de los hijos que primero pasa por la cuna, luego se va a la escuela y de ahí al mundo.

Como padre suplí las necesidades básicas -y no tan básicas-de cada uno de mis hijos, escolaridad y todo lo que se supone se debe hacer, lo obvio. ¿Eso es trascendental? No lo creo. Eso es como enseñarlos a caminar. Nada que hoy considere relevante, porque después ¿que aprendan qué? ¿Que se gradúen de abogado o médico cirujano?

Hoy sé que eso es fundamental pero que cumplir con esas obligaciones sociales no es suficiente. Haber visto eso con mi padre, lo cual probablemente él vio en el suyo y mis hijos ahora conmigo, me hace llegar a la conclusión de que eso está muy lejos de ser suficiente. Se podría decir que educar a los hijos es inculcarles una serie de valores para que sepan desenvolverse en la sociedad. Valores que usualmente no se consiguen en la escuela.

A los padres nadie les enseñó otro modelo educativo ni tampoco en las escuelas se promueve algo distinto a ver la educación como el instrumento idóneo para el ascenso social, que les garantice la holgura económica. Y es por eso que al niño no se le dice: “Edúcate para que seas honrado, fiel a la verdad porque quien es así es valiente”. Jamás se le dice al hijo: “Es cobarde quien no sea capaz de sostener la verdad. Es cobarde quién miente y es cobarde quien roba al otro. Es cobarde quien le causa un daño al otro”.

Mi abuelo era analfabeto y sin tener formación nos decía que quien es honrado y fiel a la verdad es valiente. Esas cosas nunca se las oí a papi, pero a mi abuelo sí y hoy entiendo que lo decía porque regularmente el principio del valor no se vincula con principios éticos de apego a la verdad, de apego a la justicia, de apego al respeto, sino del desafío al otro, de vencer al vecino. ¿Y quién dice que no es así? A los padres nadie les enseñó que no lo era ni a ser padres.

Ser padre es inducir al hijo a ser seguros de sí mismos y a que sean felices, porque la felicidad se traduce en energía positiva. Enseñarles a tener tolerancia y respeto hacia los demás. Poder despertar en ellos la sed de conocimientos en el ámbito que sea, pues es lo único que garantiza que puedan tener las herramientas para desarrollarse como seres humanos. Sin embargo a menudo escuchamos a nuestros propios padres decirnos: “Estudie mi hijo para que no le toque trabajar como me tocó a mí”, como si el estudio o la adquisición de conocimientos fuera un vehículo para obviar la importancia del trabajo o el futuro dependiera de los bienes que se adquieran.

Emprender un proyecto familiar debería ser tomado con más seriedad para el que no lo intuye de manera innata. Pero siempre he dicho que la ignorancia ni la inocencia te exculpan de responsabilidad. Un padre ausente no es solo aquel que abandona y deja un vacío físico, sino aquél que no supo ejercer su deber y eso puede -y sé por qué lo digo- originar trastornos o heridas emocionales difíciles de borrar, que se graban en el subconsciente, provocando una sensación de anhedonia, como dirían los sicólogos, al referirse a la falta de alegría y convivencia agradable con los demás y con las cosas; o lo contrario de eso: la rebeldía, que es peor.

La buena noticia es que en los hijos la reflexión llega como las canas: unas tarde, otras temprano. Hay que ser optimistas y confiar en que esa actitud crónica es producto de algún dolor que con el tiempo desaparece, llegando por fin a la conclusión de lo infalible: el perdón.

No es difícil comprender que no somos perfectos y a veces ni culpables de no haber dispuesto de las habilidades necesarias para alimentar el autoestima y el equilibrio emocional de nuestros hijos, para que sepan estar mejor parados en el mundo. Ese es mi reto ahora que estoy consciente de haber sido ingenuo y también de que aunque tenga hijos y nietos, como siempre serán nuestros hijos, para el amor nunca es tarde.

Esta mi historia y la de mi papá, la de mis hijos y la de mi abuelo, pero de seguro se repite en muchas otras familias. Una historia que muestra la fragilidad de los hombres como seres humanos y como padres. Unos haciendo una gran tarea, otros intentándolo, poniendo su mejor esfuerzo por moldear a sus hijos. Así que para todos aquellos que se lo toman en serio, con la consciencia y responsabilidad necesaria; para los que tratan de hacerlo y para quienes están aprendiendo, para todos... ¡Felicitaciones!