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La democracia irritada

El gran conflicto europeo de toda su historia es la batalla entre el totalitarismo y la democracia

La democracia se irrita si la vapulean. La democracia es autocrítica. Sinónimo de libertad. De seguridad. No debería ser fuente de miedo, porque ese proceder se reserva a las sociedades donde prevalece el autoritarismo. No puede nunca acondicionarse a deformidades sociales, porque su propósito es contagiar a la población del buen proceder. La democracia se irrita cuando sus gobernantes se encolerizan, se encrespan, se sulfuran. Dominar la democracia es dominar los instintos de quienes la representan.

Desde el momento que justificamos situaciones irregulares en los gobiernos, la democracia se irrita. Desde el instante en que la prensa se descamina y maneja lenguajes propicios a los gobernantes, la democracia se irrita. Desde la hora en que se desprecia el diálogo incesante que las sociedades exigen para enfrentar sus desafíos, la democracia se irrita. Desde que el relámpago de la barbarie asoma, la democracia se irrita.

Como ha explicado Todorov, el gran conflicto europeo de toda su historia es la batalla entre el totalitarismo y la democracia. Y ese largo proceso ha producido desestabilizaciones profundas, legados de crueldad, incineración de valores morales y políticos. Los desajustes democráticos –no por la democracia, sino por quienes manejan su gerencia– han creado hostilidades absurdas, reducciones de objetivos comunes, desigualdades políticas, y lo que es peor la aparición de la mediocracia como regente del sistema. En un momento en que debiera trabajarse, como nunca antes tal vez, en crear medios para que la ciudadanía sea valorada equitativamente, en que debiera propugnarse por una mayor valoración de la soberanía popular, cuidar las libertades individuales, afirmar iguales derechos para todos y reforzar el reconocimiento de la pluralidad en la sociedad, algunos gobiernos en el mundo parecen estar dirigiendo sus planes hacia otros destinos. En la mayoría de los casos, enfocan su mirada dirigente hacia la barbarie, instalando el miedo, destiñendo los códigos de la convivencia y el pensamiento plural. “El miedo a los bárbaros –cree Todorov– es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros. El miedo se convierte en peligro para quienes lo sienten, y por ello no hay que permitir que desempeñe el papel de pasión dominante”. Ese es el cambio de orientación que está exigiendo la irritación democrática en el mundo. Un mundo que se ha desajustado políticamente y está llevando al agotamiento del sistema democrático que, irritado ante tantas imposturas y bambollas, parece morir. Las legitimidades, como cree Amin Maalouf, se han extraviado. Y la democracia sufre el peor de sus acosos: el irrespeto de quienes deberían defenderla.

Cuando el manejo indebido de los procesos democráticos en una sociedad toma cuerpo y recibe respaldo de sectores influyentes, bajo las diversas y nada transparentes colegiaturas de las conveniencias y el indecoro, las instituciones inician su desgaste que las llevará irremediablemente a su extinción. La institucionalización no comprende solamente a los entes estatales que dan fundamento a una sociedad democrática. Incluye, además, a los órganos privados de desarrollo. A las entidades sociales que poseen un nivel de influencia cotidiana en la vida pública. Todas resultan afectadas cuando la democracia se embravece como consecuencia de la fatal iniciativa de su deterioro planificado. Las instituciones comienzan entonces a ser hostigadas, a reducir sus espacios de valimiento, a sufrir achicamientos, Y éstas, a su vez, se dedican a tareas que no son justamente para las que fueron creadas, con el fin de sobrevivir a la vorágine que las subsume, que las añingota. Se verán dedicar sus presupuestos para objetivos que no son de su competencia, mientras la masa beneficiada celebra, sin importar consecuencias.

Una democracia irritada sentirá que necesita de oxígeno. En su gravedad, el aire le falta. No respira adecuadamente. Los pulmones se le llenan de pus. Y llegan entonces, las desilusiones, las rupturas, generalmente dolorosas. La Primavera Árabe fue una protesta no planificada por la falta de democracia y la vigencia de derechos sociales, que fue poco a poco sacando a flote las precariedades con que se manejaban los gobiernos frente a sus ciudadanos. Túnez fue la cabeza de aquella revolución democrática liderada por jóvenes sin credenciales partidarias. Luego, fue abarcando prácticamente a todos los gobiernos árabes. Sus resultados fueron demoledores: el presidente tunecito huyó del país, en Egipto concluyó el demoledor gobierno de Mubarack, en Libia, Siria, Yemen, Jordania, Argelia, Marruecos, se extendió como un virus pandémico aquel momento que, como el mayo francés, reclamaba, con otros lemas, la inteligencia al poder. Hoy, en otros países, la democracia languidece o ha sido ya socavada. Hay ambientes explosivos, discursos rancios, intimidaciones frecuentes, corrupciones al vapor, y, sobre todo, un régimen de mediocridades que convoca a nuevos y peligrosos desafíos.

La mediocracia es el gran corona virus de la época. En Europa y América Latina, en otras muchas partes de un mundo que creímos alguna vez que estaba bien dotado dirigencialmente, los gobiernos saturados de mediocridad y, en consecuencia, de desdén por los derechos humanos, por las libertades conquistadas a sangre y fuego, por los equilibrios sociales que requiere la democracia para ser vigorosa y dueña de su escenario, conquistan espacios con beneplácitos que asombran. “La mediocracia –afirma Alain Deneault– nos anima de todas las maneras posibles a amodorrarnos antes que a pensar, a ver como inevitable lo que resulta inaceptable y como necesario lo repugnante. Nos convierte en idiotas”.

El sociólogo y filósofo francocanadiense describió una “tipología de cinco figuras conceptuales que emergen para encarnar posibles reacciones a la hegemonía de ese sistema que exige que haya mediocridad”. La primera es la de las “personas que se acuclillan ante el signo de los tiempos”. Repudian el sistema pero tratan siempre de buscar protección para sí mismas. La segunda figura es “la de la persona que es mediocre por defecto”. Es ideal para los que manejan ideologías y direcciones que no desean ser frenadas en sus acciones instintivas. Esta persona se cree las mentiras oficiales. Entiende como “natural” todo cuando se construye desde arriba. Los de abajo, a seguir normas sin rechistar. Incluso, se cree feliz aunque no lo sea. El tercer caso es el del “mediocre entusiasta”. Está destinado a ganarse el favor del mandamás de turno: en la empresa, en la industria, en las instituciones, en los gobiernos. Sobre todo en este último espacio donde se pueden conquistar generosidades. Como no está convencido de nada, y desconoce consecuencias, vivirá de la intriga y el chantaje, y estará disponible para todo lo que sea convocado. En él no existe sentido reflexivo alguno. No lo necesita.

La cuarta figura es “la de la persona que es mediocre a pesar de sí misma”. Tiene bocas que alimentar y representa el mal de la banalidad. Vivirá incómodo contra sí mismo, hasta la tumba. Pero, seguirá adelante con su estigma que reconoce pero que acepta como parte de su identidad. Y, por último, están los “temerarios exaltados”. Son aquellos que viven asediando al poder con sus críticas tenaces, los que avasallan con sus lineamientos antisistema, como le llaman, orgullosos de su estirpe, hasta que un día “el star system lo incorpora como miembro del elenco, reconociéndolo como un candidato que tal vez podría ocupar con decoro un despacho importante”. En la tipología de Deneault este es el mediocre maldito. El peor entre iguales. Miedo, autoritarismo, destrucción de las instituciones, preeminencia de los bárbaros, autocracia, burocracia anfibia, genuflexiones de sectores influyentes, incorporación urgente a zonas de confort: algunos de los elementos que provocan la irritabilidad de la democracia, su deterioro y posterior defunción. No quieran muchos estar en el acto de enterramiento. La oscuridad será total.

TEMAS -

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.