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La ética de la corrupción

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La ética de la corrupción (ILUSTRACIÓN: RAMÓN L. SANDOVAL)

Los creadores de opinión pública han descubierto un nuevo mantra: la crisis ya no es financiera, ya no es económica, ya no es del paro ni de la deuda; la crisis, hoy, se ha convertido en ética. Y para demostrarlo nos hablan de los casos concretos de corrupción que asolan nuestra vida pública. No me cabe la menor duda de que la crisis tiene un trasfondo moral. Ahora bien, abordar un problema moral desde los casos concretos es el método más adecuado para terminar en el ‘y tú más’. La descripción de los hechos, sin la menor duda, indica lo acaecido, pero es esta misma descripción la que introduce un componente subjetivo cuya dilucidación la sociedad, por su propio bien, ha encargado a los tribunales de justicia, donde la defensa y la acusación de las descripciones de los hechos son encomendadas a profesionales del derecho.

La ética, por el contrario, es una disciplina cuya raíz se encuentra en la discusión racional y por tanto en la capacidad del hombre para elaborar conceptos. Toma como punto de partida una concepción antropológica y se funda en la naturaleza eminentemente social del hombre; a partir de ambos presupuestos pretende dilucidar el carácter más adecuado del individuo para su desarrollo entre los otros hombres. La ética, como muchas otras disciplinas, se ha querido independizar de los distintos troncos en los cuales se ha visto engarzada durante la historia, principalmente de la metafísica o de la teología. Mas, en todos los casos, tanto si toma sus principios de otras disciplinas como si se declara esencialmente autónoma, la ética sigue pretendiendo la sustentación de una forma de estimación del carácter de bondad de la acción del hombre.

La primera conclusión que quisiera lograr de estos comentarios iniciales es que si queremos analizar las raíces éticas de nuestra crisis económica, intuida ahora por los medios por la extensión de los casos de corrupción, el camino a recorrer debe evitar el convertir a los portavoces de la opinión pública en tribunales de justicia; muy al contrario, nuestro objetivo habrá de ser la dilucidación de la ética que ha soportado aquello que ahora nos damos cuenta que ha entrado en barrena. Repitiendo el intento de definición anterior, deberíamos entender que la crisis ética no significa otra cosa sino la crisis de aquellos principios que justifican nuestra estimación del bien y del mal.

El problema ético no es que una persona delinca, sino por qué lo hace; qué circustancias han colaborado a la constitución del carácter que le ha llevado a actuar como lo ha hecho. Naturalmente, si las circustancias afectan al individuo el problema quedaría reducido al de la ética personal; por el contrario, si las circustancias se extienden a una comunidad más o menos amplia hablaríamos de un asunto de ética social. Esta comunidad, lamentablemente, se puede ampliar a una nación entera o incluso a una civilización. Creo que si queremos hablar de la crisis que está viviendo España deberíamos tener el valor de hablar de crisis ética nacional y no de casos concretos de corrupción política.

Hablar de casos concretos de corrupción nos lleva, como ya hemos anticipado, a incidir en unos o en otros según nuestros pre-juicios personales. Al llevar a cabo un análisis selectivo sobre los casos concretos no reflexionamos sobre la corrupción;

sólo evaluamos comportamientos individuales o grupales. Al focalizar en el individuo o en el grupo nos olvidamos, puede que incluso voluntariamente, de las causas profundas de esas acciones. Al analizar selectivamente los casos, aun aceptando su extensión a otras agrupaciones, perdemos la visión de que la causa de la misma se encuentra en algo ajeno a la propia agrupación o individuo, pero que los engloba a todos. Una aproximación semejante al problema nos impide dimensionar su extensión real y por tanto nos bloquea cualquier intento de acabar con él. Pueden aducirse muchas razones para no querer pensar en su extensión: desde las de quienes temen que la detección de esta extensión real haría inabordable cualquier intento de solución, hasta las de aquellos que sin decirlo expresamente hacen ver, bien a las claras, que no les interesa su erradicación.

La aproximación conceptual, por el contrario, permite afrontar el problema en su verdadera dimensión: la raíz de algo que afecta a la sociedad en su conjunto ha de tener una causa en la tipologogía del individuo predominante en esa sociedad. Podemos decirlo de una manera que siempre ha resultado agradable y simpática en España: somos un país de pícaros. Afirmación que nunca podremos considerar suficientemente acertada y que nunca, tampoco, nos daremos cabal cuenta de su gravedad. La picaresca, como género literario, puede gustar o aburrir; pero como tipología de definición de una sociedad nacional es nefasta. Pícaro, listillo, aprovechado, malversador, corrupto. Es una serie con una ligazón lógica interna fortísima. Presentémosle a cualquiera cuatro de esas cinco palabras y pidámosle que, a modo de pasatiempo lógico, descubra la que falta. Estoy seguro de que cualquier individuo con un mínimo bagaje intelectual aportaría la palabra buscada o un sinónimo de ella.

Es muy simpática la anécdota del reparto de las uvas entre Lázaro y el ciego: una para mí, una para ti, una para mí; una para mí, una para ti, una para mí; y así hasta terminar el racimo. ¿Dónde acaba la simpatía de la anécdota y comienza el drama del delito? Es menos simpática, pero más actual, la publicidad de las empresas que nos aseguran la impunidad de conducir por encima de los límites marcados, bien mediante la adquisión de sus artefactos contra radares, bien mediante la contratación de sus profesionales expertos en los recursos de multas. ‘¡La revolución contra las multas!’ anuncia alguna de estas empresas dándoselas de progresista radical.

Afirmamos que queremos vivir en sociedad, que haya normas; pero nosotros, los ‘listillos’ somos los que estamos al margen de ellas: las normas son para los otros. ¿Dónde acaba el drama del accidente y comienza la tragedia del homicidio? Adoptar la anécdota literaria como categoría nacional puede parecer algo extravagante, pero se trata de algo perfectamente factible cuando lo que está latente desde muchos años atrás se activa por la transformación de un ambiente, donde se encontraba controlado, a otro incapaz, o carente de la voluntad, de hacerlo. Si, como nos atrevemos a señalar, el ambiente no sólo no lo controla sino que lo favorece, el desarrollo de esa categoría se produce de forma exponencial afectando a toda la sociedad.

La consideración del ambiente como integrante fundamental en el desarrollo de las categorías sociales nos permite entender por qué los rasgos claves de un grupo se manifiestan con una fuerza de distinto grado dependiendo del momento histórico. Un gran interrogante del pensamiento político es el sentido en que se desenvuelve la relación entre el carácter de las instituciones y el del individuo: ¿son las instituciones buenas las que hacen buenos a los individuos, o viceversa? Probablemente esta pregunta se halla en el fondo de cualquier análisis de aquellos acontecimientos de la humanidad más reciente que se nos presentan inicialmente como incomprensibles.

La misma pregunta se puede aplicar al caso de España y nos ayuda a comprender, sin necesidad siquiera de responderla, cómo es posible que un rasgo, como el mencionado de pícaro, se mantenga en un segundo plano o pase a ser determinante dependiendo de componentes externos propios de un momento concreto. Si analizásemos, por ejemplo, las manifestaciones más crueles del carácter, por naturaleza, violento del hombre apreciaríamos que la proliferación de la violencia es la mejor garantía de su reproducción.

¿Qué controla el instinto violento de los integrantes de una sociedad? ¿Qué su tendencia egoísta? ¡La propia sociedad! ¿Por qué? ¿Por qué el hombre renuncia a su naturaleza? La respuesta es muy sencilla: simplemente por sobrevivir, porque su mayor anhelo es la supervivencia. Lo cual no deja de ser el primer síntoma de su inteligencia racional y ética: ¿qué es mejor: matar al vecino o sobrevivir apoyándose en la fuerza de dos? La vida en sociedad, de un ser racional, siempre exige la contestación a preguntas: ¿Por qué vivo en ella? ¿Cuáles son sus ventajas? Estas preguntas implican la voluntariedad de la vida en sociedad.

En el momento en que el hombre se constituye en sociedad (me da lo mismo decir: en el momento en que la primera sociedad de hombres aparece) surge la norma. El funcionamiento de la sociedad es normativo. Y lo es, precisamente, porque para hacer compatible la naturaleza de dos o más hombres es necesaria la reglamentación de sus comportamientos en aquellos temas donde se produce fricción. Pero la norma no se aplica por sí misma. Con la primera norma aparece la autoridad que la ha de imponer. Ambos conceptos, ambos factores, se entrelazan: la autoridad y su obligación de vigilar por las normas que rigen la sociedad.

No hay sociedad sin esos dos factores. Justa o injusta, bondadosa o cruel, mercantil o lúdica, política o religiosa. Toda sociedad se constituirá tomando como base unas normas, que si las reducimos al conjunto del que se derivan las demás llamaremos principios, y a la autoridad que se encarga de su preservación, extensión y adaptación. La una sin los otros se convierte en mera violencia contra el carácter libre del ser humano; los segundos sin la primera, sólo son papel que se lleva el viento.

La influencia de la sociedad en el individuo es tan fundamental que algunos se olvidan de ella y la estiman un hecho natural. No hay nada tan antinatural como la sociedad, no hay nada que le produzca tanto malestar al niño. El hombre, por su capacidad de decidir, es una máquina de posibilidades infinitas. No se trata de una licencia poética, no; refleja la simple realidad. En cada una de las acciones del hombre se abre un conjunto infinito de posibilidades; la acción del hombre no viene coartada por la respuesta prefijada a un estímulo, como en el caso de los animales.

La libertad de la acción del hombre convierte a ésta en origen de infinitas posibles respuestas. El paso de la naturaleza a la vida social supone para el hombre nada más y nada menos que la renuncia a éste su carácter de infinitud. La característica principal de cualquier sociedad es, por tanto, imponer límites a la acción del hombre. Y esto, que suena tan negativo a algunos oídos de nuestro siglo, resulta ser, probablemente, la más grande de las conquistas racionales de la libertad de la persona humana: la renuncia a la infinitud de su respuesta en aras del logro de otros objetivos, el primero de ellos la preservación de la especie hombre. Cada sociedad aborta un conjunto de posibilidades, pero ofrece a cambio algo que el individuo por sí mismo no podría conseguir. Pensemos no sólo en los logros del Estado, sino en los de cualquier asociación juvenil de exploradores o en los de una cooperativa de padres que pretendan regir un colegio.

La mayoría de las sociedades son temporales –surgen y desaparecen– y voluntarias. Los integrantes de cada una de ellas, aun estando obligados por las normas que las rigen, quedan libres para decidir sobre su pertenencia a la misma. Caso de que esto no fuera así estaríamos confundiendo las agrupaciones con las sectas. Mas hay una sociedad, la sociedad por excelencia, para la cual estos dos parámetros se relativizan: la Nación. Desde el momento en que nacemos pertenecemos a un conglomerado de personas y relaciones que nos concede una identidad, unos patrones culturales y unos derechos y obligaciones. La pertenencia a semejante orden de cosas es, en la mayoría de los casos, vitalicia ya que la consecución de una nueva es un trámite que sólo excepcionalmente se hace posible.

Sin embargo, aun en su especificidad y amplitud no deja de ser una sociedad regida por sus principios y obligada a velar por el cumplimiento de ellos. Los principios de la sociedad a la que llamamanos Nación son el conjunto de su legislación, con los diversos niveles de importancia y alcance de aplicación. Y precisamente afirmamos que vivimos en un Estado de Derecho porque sabemos que esa legislación se aplica a todo aquel que caiga bajo su jurisdición en las mismas condiciones.

Creo que hasta ahora el hilo argumental es fácil de seguir e incluso mayoritariamente aceptable. Sin embargo ahora nos encontramos con un escollo muy importante. El ámbito normativo de cualquier asociación queda en manos de los órganos determinados por sus estatutos constituyentes. ¿Quiere esto decir que cualquier órgano normativo puede legislar en el sentido que desee? Clarísimamente, no; la normatividad se estructura formando un sistema piramidal. Pero, ¿qué pasa al llegar al nivel más alto del poder legislativo de una nación, al vértice de la pirámide?

¿Podemos afirmar que éstos, o sus representados, tienen el derecho de dotarse de cualquier principio? ¿Podríamos aceptar que el simple hecho de que el procedimiento de decisión fuera democrático dotaría a cualquier principio de valor legal? ¿Podemos establecer una frontera nítida entre el derecho y la ética? ¿Entre la legalidad y la legitimitidad? No olvidemos que la respuesta a estas preguntas es tan importante que podría justificar las mayores aberraciones del siglo XX.

En el siglo XIX se quiso dar una respuesta original a esas disyuntivas y se puso en duda el sistema moral que había regido la civilización occidental durante siglos. El mundo de las ideas en su desarrollo desde el Renacimiento hasta la Ilustración había renacido sin sentir la necesidad de alterar el mundo de la acción humana. Fue el mundo de la política posterior a la Revolución Francesa el que rechazó el imaginario moral y ético vigente durante casi dos milenios: el enfrentamiento con la moral burguesa tiene su nacimiento en el mismo momento en que se instaura como principio la historicidad de la razón. Nada es definitivo, todo es corriente en movimiento; la moral en vigor es exclusivamente un elemento necesario para la política del momento.

No se trató de una revolución que pretendiera la confrontación de ideas. Atrás quedaron las revoluciones abanderadas por los filósofos; ésta arrastrará a los filósofos, sin duda, pero detrás de los políticos, no delante. Se trata del primer enfrentamiento de clases con el objetivo de quitar a un rival para poner a un amigo.

No hace falta proponer una alternativa, basta con suprimir; no hace falta justificar: nosotros somos los buenos, vosotros los malos. La política se refugia en el más profundo maniqueísmo. Un maniqueísmo a veces clasista, otras veces racial; algunas veces sistémico, las más partidista. En cualquiera de sus manifestaciones lo invade todo a través de unos medios de comunicación cada vez más intrusivos y de la misma enseñanza.

Esta transformación ha simplificado el pensamiento, llevando la capacidad de argumentación a una cota de contradicción nunca alcanzada: la validez de un argumento no se deriva de su forma, ni su veracidad del contenido de sus afirmaciones, ¡no! El análisis argumentativo se reduce a quién lo dice: mi partido, mi periódico, mi raza, mi club, incluso mi líder. Esta transformación nos ha puesto, en definitiva, en manos de lo que ha demostrado ser la más burda de las manipulaciones: la política con minúsculas. Y esta ocultación de las profundidades de la razón se ha sustentado en el más absoluto relativismo. No en un relativismo que pudiera asimilarse con la suspensión del juicio de los escépticos, sino que se trata de un relativismo basado en la carencia total de contenidos de pensamiento y, por tanto, de herramientas de crítica personal.

Se me dirá, y con razón, que si esto es un asunto que afecta cuanto menos a toda la civilización occidental, cuál es la singularidad de España y la relación de todo lo hasta ahora escrito con las raíces éticas de la crisis. Permítaseme antes de abordar de forma definitiva estos dos aspectos decir unas palabras sobre los que han sufrido la crisis.

Estamos muy acostumbrados a oir hablar de los banqueros, los agentes de inversiones y los políticos; ¿por qué no hablamos de esa gente a la que siempre se presenta como los que de verdad sufren la crisis? Es decir, ¿por qué no hablamos de nosotros? La primera pregunta es: ¿quiénes somos nosotros? Naturalmente, somos fulano y mengana; éste y aquél; el del tercero y el del chalet cuatro. Pero, no; no es ésta la respuesta. La pregunta es quiénes somos nosotros en relación a la crisis, en particular en cuanto a su manifestación en la economía; y la respuesta es que somos los que nos endeudamos por encima de nuestras posibilidades, somos los que compramos preferentes porque daban un interés que ningún otro producto financiero daba; somos los que invertimos en estafas piramidales por la misma razón; los que compramos pisos en obra porque una vez terminada su construcción se vendían por el doble. Es decir, somos aquellos a los que nos pareció suficiente ver el aspecto más evidente del asunto para tomar una decisión; somos los que despreciamos los riesgos porque vivíamos en un mundo seguro. Somos los que no quisimos ser los menos listos en el reparto de las uvas... cuando en realidad no había uvas que repartir.

Pero la respuesta a la pregunta sobre quiénes somos se amplía cuando miramos más allá de las manifestaciones económicas de la crisis. En este caso vemos que también somos los profesores que dan aprobado general a sus alumnos porque ‘nadie me paga por corregir exámenes’; por supuesto somos los alumnos que copian; los que hacen pellas. Ni que decir tiene que somos los que leen el periódico en la oficina y, naturalmente, los que fichan por sus colegas. Finalmente, no creo que nos sea lícito olvidar que somos los que hemos utilizado de todo tipo de artimañas para vivir de la subvención o de la prebenda. Seguro que si alguien ha llegado leyendo hasta aquí, puede ampliar esta relación de lo que somos con sus propios ejemplares.

Por supuesto, espero que muchas personas no se encuentren reflejadas en ninguno de los espejos anteriores. Soy consciente, también, de que muchas de estas personas, ajenas a todo lo anterior, también lo están pasando muy mal. Naturalmente, mi pesar por ello es totalmente sincero. Pero eso no quita para pensar que esta crisis no hubiera sido posible sin la colaboración de todos, activa o pasivamente. Unos con más responsabilidad que otros, pero no es posible la sociedad de consumo sin consumidores, ni los programas basura sin espectadores. Es fácil reprochar a los fabricantes, se les localiza mejor; pero sin compradores no existirían. Es fácil culpar a Wall Street, pero sin la correa de transmisión de unos medios de comunicación indocumentados el problema ocasionado nunca hubiera llegado a las cotas que ha alcanzado.

Nunca hubiera alcanzado la crisis una dimensión como la que ahora mismo tiene –y bien pudiera ser que todavía no hubiéramos tocado fondo– sin la colaboración de muchos. Son las raíces del sistema las que están descompuestas y si no nos preocupamos por recomponerlas, el edificio, en el mejor de los casos, se seguirá cuarteando; en el peor se desmoronará y nos pillará a todos dentro porque ni siquiera hayamos querido salir de él. ¿Por qué nos hemos visto todos envueltos en esta crisis? La razón, según la hemos venido desenvolviendo en estas páginas, podemos desglosarla en tres porqués: porque hemos pretendido hacer desaparecer partes de unos códigos morales sin dotarnos de sustitutivos; porque esto nos ha llevado a pretender una sociedad donde la autoridad moral desapareciera; y, finalmente, porque esto ha desembocado en la más absoluta laxitud, incluso en la desaparición, de las normas de carácter ético.

Volvamos casi al inicio de este ensayo. Decíamos que la ética se basa en una antropología y pretende dilucidar el carácter más adecuado del individuo para su desarrollo entre los otros hombres. En estas páginas hemos presentado fragmentariamente la antropología del hombre actual. ¿Podemos profundizar un poco en ella? La antropología en la que se sustenta la ética que nos ha llevado al desastre deriva directamente de la absorción por parte de la política de toda la multiplicidad de la vida social. Deriva de lo que hemos llamado la revolución política.

La revolución política no puede quedar restringida a los meros años de la Revolución Francesa, sino que para entenderla hay que extender su acción a prácticamente todo el siglo XIX y observar sus resultados más sorprendentes a lo largo de todo el siglo XX. Podemos establecer que en su inicio se presenta bajo el paredigma de dos ideas grandiosas: la emancipación de las clases menos favorecidas y la recuperación del concepto de ciudadanía. El desarrollo de estos dos motivos dió lugar a todas las revoluciones y protestas del siglo XIX; éstas lograron grandes avances en materia de protección social pública, transformando los estados en instrumentos idóneos para la redistribución de la riqueza nacional. Esta novedad en la percepción de las funciones del Estado supone el comienzo de la consideración de su papel benefactor.

Aquí se produce el cruce de los tres caminos del que sale el que nos lleva directamente a nuestros días. El Estado ha dejado de ser un instrumento de sometimiento para alcanzar el estatuto de máxima institución de beneficencia; la elección democrática de los gestores de las máximas instituciones del Estado les justifica como administradores de su maquinaria; y, con ello, se abre una vía para dar salida al relativismo historicista de una política ajena a los principios de cualquier otra disciplina, por ejemplo de la ética.

Esta combinación resulta, como nuestra experiencia comprueba desde comienzos del siglo XX, en estados cada día más absorbentes de toda espontaneidad social; en estados que se han convertido en ‘creadores’ de derechos que graciosamente conceden a algún ‘colectivo’ (en la mayoría de los casos) o a todos sus ciudadanos (en los menos); en estados cada vez más costosos y con mayor necesidad de recursos (término eufemístico que sólo significa mayor carga de impuestos); en estados con un nivel clientelar soterrado cada vez más elevado.

Desde la mitad del siglo pasado, lo que antes llamamos maniqueísmo de la política abandonó, al menos en nuestro entorno, su dialéctica nacional o sistémica para reducirse a la partidista. Pero este cambio en nada afectó al tipo de estado en el cual desarrollarse. Por el contrario, desde entonces los estados no han hecho más que extender sus tentáculos a otros ámbitos de la sociedad hasta entonces propios de la sociedad civil. Esta extensión, por supuesto, no se concreta en la aplicación de un principio de subsidiariedad, imprescindible en toda sociedad que pretenda cierta igualdad, sino en la absorción completa del ámbito social.

El ejemplo quizá más paradigmático de esto es la educación. Bajo el argumento, perfectamente asumible, de la extensión de la misma a toda la población, se puso en marcha todo un sistema de centros, profesores y pedagogos que mientras mantuvo su objetivo en la formación disfrutó de un cierto éxito, pero que en cuanto cayó en la órbita de la ideología política ha demostrado ser de una ineficacia educativa hasta ahora nunca conseguida. Eso sí, el Estado, a través de esta educación frustrada, logra unos ciudadanos acordes con el destino que la historia ha ido diseñando para ellos: ser los garantes del statu quo sin capacidad alguna de crítica consistente.

En España hemos llegado a la situación de bonanza de los años noventa con un bagaje de experiencia democrática muy inferior al de otros países. Por razones que serían tema de otro ensayo, la revolución política en España ha afectado, a diferencia de otras naciones, a la misma idea de España. Y esto no es algo que venga de la Transición, viene del siglo XIX y sus guerras civiles, o incluso, desde el momento de su constitución como nación en tiempos de los Reyes Católicos. ¡Vale! Tema de otro ensayo. La idea de nación es fundamental, en la mayoría de países, para el encauzamiento de la lucha partidista propia de la democracia. La nación, en estos países, es el lugar común de todos, la que hace posible una ciudadanía moderna mediante la aplicación del estado de derecho. Cuando el concepto de Nación no es asunto opinable, sino un concepto aceptado que se hace realidad en el cuerpo social de los ciudadanos, es fácil asumir que sus recursos son de todos, no de nadie. En España, esta concepción, nos dicen, está anticuada; esta idea forma parte de la discusión relativo-maniqueísta, y por tanto no puede actuar como ningún freno, ni mucho menos como un criterio de bondad de la acción política entre los míos y los otros.

Lo escrito hasta ahora creo que es suficiente para entender dónde se encuentran las claves éticas de la crisis. Hemos intentado justificar que la revolución política, sin duda con sus aspectos positivos, ha generado un ambiente propicio para el desarrollo de tipologías hasta entonces frenadas. Hemos querido dar a entender que la situación actual de corrupción no es la única manifestación de esta crisis ética: los peores recuerdos del siglo anterior no son sino sus antecedentes. Hemos creído haber aportado algunas claves para entender la peculiaridad española y la profundidad de la crisis (de la crisis ética, no de la económica) en nuestro país.

Dentro de este panorama, ¿existe la esperanza? Yo creo que a corto plazo, no. A medio y largo, sí. Naturalmente, España necesitaría una acción política inmediata que ya se exige en infinidad de foros: la reducción del peso del sector público; la supresión del senado; la agilización de la justicia; el cambio de la ley electoral; la cancelación de las subvenciones a los partidos políticos, los sindicatos y la patronal; la reforma de la enseñanza en todos sus niveles. Lamentablemente, por muchos que sean los que lo exijan, son los propios partidos los que habrían de llevarlo a cabo y no parece que nada de ello figure en sus simulacros de regeneración.

Por tanto cualquier solución debe mirar a un horizonte más alejado. Lo que haya de hacerse requiere años, no días. Además, la infección se encuentra tan desarrollada que el problema no puede ser resuelto por personas que hayan estado bajo su radio de influencia. No serán los que han sido ministros o consejeros en este sistema los que lo solucionen; tampoco los banqueros que han sido procesados y sentenciados. Aunque todos ellos sean la honradez personificada o hayan pagado ya sus deudas con la justicia; lo que hace falta es estar al margen de este sistema cuyas premisas esas personas aceptaron en algún momento y cuya enfermedad no han sido capaces de diagnosticar.

Hace falta la aparición de un nuevo grupo político compuesto por personas que tengan ante sí un horizonte de por lo menos veinte años de travesía de desierto. Un grupo que distinga las bondades de la revolución política de sus miserias y que, por tanto, lleve en su programa electoral, desde sus primeros pasos, el rearme ético de la política. Que imponga la virtud de la probidad como el requisito imprescindible de la ciudadanía: para el más anónimo estudiante y para el más encumbrado director de banco; no digamos para aquéllos que pretenden hacer de la política su profesión. Y, finalmente, un grupo político que tenga claro lo que sea España: el único garante de nuestra condición de ciudadanos y, por tanto, el reducto de tranquilidad social de todos los españoles.

En el entreacto, cada uno es responsable de su mundo ético personal y de la influencia que pueda ejercer en su círculo privado. El mundo político nos está vedado por ahora, salvo que nos acerquemos a él con las narices tapadas. Sin embargo, la rapidez de propagación de cualquier intento de reforma política radical va a depender de la situación en que se encuentre el cuerpo social en ese instante. Preservar nuestros mundos privados para estar dispuestos a apoyar cualquier reforma pública futura es nuestra personal e intransferible responsabilidad.

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