Coexistencia feliz
Aparentemente, no hay motivo para que la riqueza impida pasar al reino celestial, igual que al camello por el ojo de una aguja
El nacimiento de Jesús, que celebramos todos los diciembres, debería ser motivo de reflexión acerca de nuestra presencia en este mundo. A ese respecto, no hay misterio que pueda compararse con el de la razón por la que existimos. Biológicamente, por supuesto, podemos trazar nuestro origen y evolución, pero en lo que concierne a finalidad y propósito, sólo nos queda confiar en que seamos parte de un esquema racional que eventualmente comprenderemos.
En esas condiciones dominadas por la incertidumbre, la esperanza ocupa un lugar preponderante. Nos acogemos al poder de la revelación para aceptar lo que no podemos entender.
La economía no tiene respuestas para esas interrogantes, y ha sido frecuentemente descrita y censurada como ciencia obsesionada con el bienestar material, alejada por completo de las prioridades espirituales. Conviene tener en cuenta, no obstante, que de nuestra realidad física se derivan necesidades materiales de las que no es posible escapar. No hay, por lo tanto, nada intrínsecamente antagónico entre satisfacer esas necesidades, que es el objetivo principal de las actividades económicas, y el cultivo del espíritu como meta primordial. Es evidente que la búsqueda excesiva de riqueza puede conducir a comportamientos opuestos a dicha meta, pero es obvio también, y los episodios abundan, que interpretaciones religiosas fanatizadas también pueden ser causa de grandes sufrimientos y abusos.
Esa feliz coexistencia entre la economía y la espiritualidad ha servido de base para aseverar que la mejor forma de ayudar a los demás es promoviendo el crecimiento económico. Aparentemente, no hay motivo para que la riqueza impida pasar al reino celestial, igual que al camello por el ojo de una aguja. Ni tampoco para que no se deba disfrutar de los bienes que sea posible adquirir.
La economía, sin embargo, tiene sus peculiaridades, y a veces sucede que la bonanza de unos proviene de la miseria de otros, y que los placeres mundanos pueden destruir amistades y familias.
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