Caballo viejo: el galope que la vida guarda

La grandeza de la sencillez, cómo una canción de tres acordes se volvió un himno universal

La canción venezolana Caballo Viejo de Simón Díaz, es una obra de arte sobre la resistencia del espíritu. (generada con IA)

En estos días, Venezuela está en todas partes. Tanto por la tensión que amenaza sus costas como por los ocho millones de venezolanos desparramados por el mundo, por su contribución indeclinable al pensamiento y la cultura: Andrés Bello cultivando el idioma; Arturo Uslar Pietri abriendo ventanas a la modernidad, Doña Bárbara codificando la épica del llano; Gustavo Dudamel levantando orquestas como quien convoca tempestades.

También hay una Venezuela más íntima, menos estridente, que viaja en la memoria popular. Una canción –sencilla en apariencia, profunda en sus resonancias– ha terminado por explicarnos tanto del país como sus grandes novelas y sus grandes pensadores. En ella caben siglos de historia, mezcla y destino; en ella vibra el arrastre cultural de una tierra que nunca deja de galopar.

Caballo viejo es mi favorita porque llega a lugares insospechados del yo. No llega, aparece. Cuando lo hace, desata un estremecimiento que no depende del volumen, ni del arreglo, ni de la escena, sino del corazón. En esas primeras palabras –“Cuando el amor llega así, de esta manera…”– resalta algo que no se aprende y sí se recuerda. Ahí empieza su hechizo: en la familiaridad inexplicable de una verdad que nos precede.

Las verdades hondas no necesitan alardes. La canción es mínima: tres acordes, un joropo suavizado, un cuatro que late con la humildad de las cosas esenciales. Nada sobra y nada falta. Es música limpia, como un cielo que no compite con el paisaje. Sin embargo, dentro de esa desnudez cabe el mundo del llano entero, con su vastedad, sus silencios y su sabiduría de siglos.

El joropo: geografía que canta

El joropo que sostiene Caballo viejo es una respiración ancestral. Una cadencia que viene del Orinoco, de esa geografía compartida donde Venezuela y Colombia son un mismo horizonte sin fronteras de países. Allí nació este ritmo mestizo, indígena en el pulso; hispánico en la melodía; africano en la síncopa que se cuela como un secreto feliz.

Su origen es campesino y su destino es universal. Caballo viejo es joropo filtrado por la sensibilidad de un hombre que entendió que lo tradicional prescinde de barroquismos para perdurar.

El compás ternario del joropo –esa suerte de galope contenido– crea un efecto de carrera suave, de movimiento inevitable. La canción avanza porque el ritmo empuja la vida hacia adelante, sin necesidad de cambiar los acordes. Es música para trabajar, para amar, para esperar la lluvia, para contar historias. Funciona en todos los escenarios porque su origen es vital y estético.

Sabio, Simón Díaz. Por eso, no lo altera: lo depura, lo reduce a una brisa rítmica que sostiene la letra sin imponerse. El joropo, así entendido, es el ritmo del deseo.

Llano compartido, cultura sin fronteras

Antes de ser canción, Caballo viejo es territorio, un mapa emocional del llano colombo-venezolano, un espacio donde la identidad se teje con gestos elementales –ver llover, ver florecer, ver correr– y donde la naturaleza es metáfora ycompañía.

Los versos “El carutal reverdece y el guamachito florece” son la traducción directa de un paisaje que piensa, que responde, que acompaña. En el llano, la vida se mide por lo que florece. Simón Díaz convierte esa evidencia en poesía. Cuando la sabana se renueva, se renueva también el hombre.

Aquí aparece la grandeza de la letra escrita en su pluralidad cultural. Carutos y guamachos hablan un idioma propio, pero su sentido es universal. Como toda poesía popular verdadera, Caballo viejo nombra lo concreto para revelar lo humano.

Nada de esto sería posible sin el cuatro venezolano, ese instrumento pequeño y decisivo que define el carácter de la canción. El cuatro respira y con su rasgueo mezcla golpes y apagados que producen la ilusión de un tambor incrustado en sus cuatro cuerdas. Es un latido.

Simón Díaz canta desde el cuatro con la virtud de que la voz y el instrumento comparten un mismo fraseo y destino. La melodía avanza porque el cuatro galopa; la emoción crece porque el son la anima. El timbre seco y luminoso refleja la claridad del llano. Es la guitarra destilada, el esqueleto del ritmo, la memoria de las faenas y los encuentros. En Caballo viejo, el cuatro marca la intensidad con discreción. Nunca levanta la voz, pero sostiene todo.

Pero la verdadera revelación de la canción está en su letra. Pocas veces la poesía popular ha descrito el deseo con tanta economía y tanta verdad. El amor, para Simón Díaz, no entra como trueno sino como clima.  Se manifiesta sin irrumpir. La soga que se revienta es, quizás, la mejor expresión de esa fuerza silenciosa que aguarda, que se contiene, que parece dócil hasta que encuentra la grieta exacta para liberarse. ¿Quién no reconoce ese instante? El momento en que uno deja de resistir y el corazón, disciplinado durante años, vuelve a galopar con la furia y la alegría de un animal que recuerda –de pronto– que nació para correr.

El caballo viejo no es símbolo de experiencia. Es el cuerpo que ha vivido, que ha cargado días y distancias, pero que guarda en el pecho una reserva de fuego indomesticable. “Caballo le dan sabana porque está viejo y cansao, pero no se dan de cuenta que un corazón amarrao…”. No hay mejor manera de explicar la paradoja del deseo: el tiempo erosiona las fuerzas, pero no la llama.

Ahí –en esa tensión entre cansancio y renacer– está la belleza emocional de Caballo viejo. La pasión no tiene edad, no respeta calendarios, no consulta protocolos. Llega como las cosas esenciales: sin permiso, sin aviso y sin remedio.

Pregunté a un entendido y me dijo que, técnicamente, la canción es sencilla. Su progresión es casi elemental porque no hay modulación ni puentes elaborados. El secreto está en la relación vital entre ritmo y palabra. La melodía sube y baja como un jinete que acompasa su cuerpo al trote del caballo. La música es narración sin sobresaltos ni artificios. Y, sin embargo, la repetición no cansa. Repetir, en este caso, es insistir, insistir en la vida, insistir en el deseo, insistir en la certeza de que lo profundo no necesita ornamento.

Simón Díaz entendió algo que muchos compositores ignoran: la sencillez es perfección. Lo simple, cuando toca lo esencial, dura para siempre.

Una canción con cientos de vidas

Esa claridad explica su destino. Caballo viejo es una de las canciones más versionadas de América Latina: más de 300 interpretaciones formales, quizá más de 400 si se suman fusiones y adaptaciones informales.

Esta canción tan local, tan llanera, tan de un territorio concreto, ha conquistado el mundo entero. La han interpretado Celia Cruz en clave de fiesta, Chavela Vargas como un lamento encendido, los Gipsy Kings en rumba exuberante, Plácido Domingo con traje lírico, María Dolores Pradera con elegancia de salón, Julio Iglesias de etiqueta. En cada versión la canción es otra, sin dejar de ser ella misma. Como el deseo, que cambia de forma según quién lo vive, pero conserva su impulso eterno.

Ese es el misterio de Caballo viejo: su universalidad. No necesita explicarse. Se siente. Habla de un amor que no respeta horarios ni calendarios; de una pasión que, cuando llega, no pide permiso. Habla de cuerpos que despiertan cuando ya nadie lo esperaba. Habla de esa emoción que se instala como brisa y acaba como torbellino.

Todas diferentes, todas legítimas. La canción se deja transformar sin perderse. Esa es la prueba de su grandeza: sus raíces son tan hondas que permiten todas las ramas.

Metáfora mayor: el deseo que revive

Por encima de las versiones, de los estilos y de la técnica, lo que permanece es la verdad humana que transmite. Caballo viejo no es una canción sobre un caballo, sino sobre nosotros; sobre ese galope interior que parece dormido y, sin embargo, late; sobre ese deseo que aguarda, silencioso, con la rienda tensa; sobre esa vida que insiste en volver cuando uno ya no esperaba nada.

Simón Díaz no ofrece moralejas. No advierte ni sermonea. Observa. Al observar, revela que la pasión tiene su propio calendario, su propia lógica, su propio idioma. Puede llegar tarde o temprano, pero cuando llega, llega completa. Llega para desarmar la quietud, para sacudir la resignación, para recordarnos –con la voz de un llanero que ha visto muchas vidas– que no hay edad para sentir, para renacer, para correr.

Obra maestra de equilibrio, Caballo viejo dobla como un ritmo ancestral, una estructura mínima, un instrumento humilde, una letra directa y una emoción que no se disfraza. Su grandeza está en su verdad: el amor, cuando llega, desata lo que estaba amarrado.

Por eso no envejece. Por eso sigue viva. Por eso se canta en Caracas, en Bogotá, en Madrid, en Ciudad de México, en Tokio o en Santo Domingo. Porque pertenece a todos: a Venezuela, sí; a Colombia, también; al Caribe entero; a la lengua española; pero sobre todo, al corazón humano.

La canción termina, pero el galope sigue. Uno entiende, sin necesidad de explicaciones, por qué el carutal reverdece, por qué el guamachito florece, por qué la soga se revienta. Es la naturaleza entera celebrando el retorno del deseo. Es el corazón soltándose la rienda. Es la vida —esa obstinada— que vuelve, siempre, a galopar.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.