De ronda por el Caribe

La cartografía del ron, un viaje por las identidades del Caribe

El ron es un creador de comunidad, un reflejo de la identidad cambiante de las islas y una narrativa compartida que convierte la caña en celebración y belleza. (generada con IA)

El Caribe es una geografía inventada para el ron. Ningún otro licor encierra con tanta fidelidad la mezcla de historia, tragedia y celebración que late bajo este sol que no se rinde. Aquí el ron es un archivo vivo. En sus aromas viajan plantaciones desaparecidas, puertos que ya no comercian azúcar, noches de tambora y conversaciones que se estiran como la sombra al final de la tarde. El ron nació de la improvisación y terminó convertido en un emblema cultural. Pocas veces la historia líquida de un territorio se resume con tanta claridad en una copa.

Lo he convertido en mi trago de sobremesa, en el animador de la conversación diletante, en el compañero del puro de tradición y en mi estampa de dominicano con aspiraciones universales. No lo arrodillo ante espíritus venidos de las tierras altas y bajas de Escocia o de la Grande y Petite Champagne.

Todo comenzó con la melaza, ese residuo espeso que quedaba tras la ebullición del azúcar. Aquel desperdicio de los ingenios se transformó, con el tiempo, en un recurso prodigioso. Alguien descubrió que, fermentada con paciencia y destilada con pulso certero, aquella melaza podía dar vida a un licor robusto y sorprendente. Surgió el ron, primero rudimentario, abrasivo, más cercano a un remedio que a un placer. Pero el Caribe es experto en convertir sus precariedades en virtudes. El ron de melaza se fue refinando, domesticando sus aristas, encontrando un lugar estable en la economía, la cultura y las noches sin prisa.

El hermano distinto

Con el tiempo apareció un hermano distinto: el ron agrícola. Nació en las Antillas francesas, donde la caña se exprimía directamente para obtener un jugo fresco, vibrante, que luego fermentaba antes de tocar el alambique. Martinica convirtió ese proceso en una forma de arte. Luego del dominicano, su ron es mi favorito.  No es un destilado; sino un paisaje embotellado. Tiene perfume de hierba recién cortada, destellos de fruta verde y un carácter que combina delicadeza con una fuerza interior que no admite imitaciones. El agrícola martiniqueño es, quizá, el único ron del mundo que puede hablar de terroir con la solemnidad con que lo hacen los grandes vinos. Se bebe como quien escucha un poema matinal. Es limpio, honesto, profundo. Una obra mayor del Caribe.

Así se trazó la cartografía del ron: en un extremo la exuberancia jamaiquina, que huele a frutas muy maduras y fermentaciones casi rebeldes; en otro la sofisticación del agrícola; y en medio, un abanico de estilos que desde Puerto Rico hasta Haití completan un mosaico de identidades. Pero en ese mapa hay un territorio donde el ron ha encontrado un equilibrio singular, una madurez que no depende del exotismo ni del estruendo. Ese territorio es la República Dominicana.

El viajero que recorre nuestro territorio descubre que aquí el ron ha alcanzado una claridad de propósito admirable. Se destila con orden, se mezcla con rigor y se envejece con un respeto casi monástico por el tiempo. El resultado es suavidad, elegancia contenida y un carácter que rehúye los excesos sin renunciar a la plenitud. El ron dominicano persuade, acompaña. No compite con la comida ni con la conversación y se integra, como un invitado bien educado.

Revelador desde el primer sorbo, suelta una vainilla discreta, una madera que ha aprendido a contar su historia sin imponerse, un toque de frutos secos que aparece y desaparece con la delicadeza de un saludo cordial. En los rones de larga crianza —mi debilidad—surgen la miel oscura, el cacao contenido, la fruta pasa que asoma sin exageración. En todos, jóvenes o añejos, se reconoce la misma vocación armoniosa. A esa coherencia estilística debemos uno de los grandes triunfos de la escuela dominicana.

Las casas roneras han invertido en calidad, tecnología, mezcla y envejecimiento con una determinación que rivaliza con la de las grandes tradiciones licoreras del mundo. Aquí los maestros roneros son guardianes de un saber que combina ciencia con artesanía. Cada barrica se vigila como si dentro latiera un corazón propio. Cada mezcla se prueba con la humildad del que entiende que una desviación mínima puede alterar la esencia del producto. El país ha logrado que su ron sea reconocible incluso a ciegas. Tiene una firma aromática que invita al equilibrio, un sabor que respira serenidad y un final que no agrede. En un Caribe de estilos intensos, esa moderación es una forma de distinción.

Comparar para hacer justicia

Comparar hace justicia. Jamaica construyó una identidad basada en la potencia aromática y en la audacia. Puerto Rico apostó por la pureza técnica, casi quirúrgica. Cuba escribe su ron con acentos de bolero, suave y meloso. La República Dominicana prefirió el camino del equilibrio. Nuestro ron que no necesita levantar la voz para hacerse notar. Su prestigio ha crecido sin estridencias y se ha ganado un lugar de honor en certámenes donde compiten destilados históricamente privilegiados. Los de alta gama, envejecidos en roble blanco o en barricas que antes contuvieron bourbon o jerez, se codean hoy con los mejores del planeta. Lo hacen sin perder su naturaleza caribeña.

La discusión sobre el ron dominicano suele quedar atrapada en elogios genéricos, pero existen rasgos concretos que explican su éxito. Nuestra isla tiene una humedad que favorece un envejecimiento más rápido y más profundo que en climas fríos. Las barricas ceden aromas con generosidad. La melaza dominicana, rica en minerales y azúcares complejos, aporta un sustrato que permite fermentaciones estables y perfiles aromáticos más definidos. La cultura ronera local ha entendido que la excelencia no se improvisa, y trabaja con rigor en cada etapa del proceso, desde la selección de la caña hasta la filtración final. Ese empeño ha permitido alcanzar una presencia global que hace apenas una generación parecía improbable.

Mientras la República Dominicana afina sus rones, Martinica continúa defendiendo su joya agrícola como un tesoro patrimonial. Allí el ron se bebe y se celebra. Los destiladores trabajan con la devoción de quienes saben que manejan un producto irrepetible. El jugo fresco de la caña se convierte en un licor transparente al nacer, aromático desde el primer instante, capaz de entregar notas vegetales, florales y ligeramente especiadas que ningún ron de melaza puede imitar. El agrícola es una experiencia sensorial completa, que avanza desde el frescor inicial hacia una profundidad que sorprende por su sobriedad. Envejecido, alcanza una complejidad que roza la elegancia clásica. En su versión joven, ofrece una franqueza vibrante que enamora desde el primer trago. Es, sin exageraciones, uno de los grandes destilados del mundo.

El diálogo entre ambos estilos —el dominicano y el martiniqueño— revela la riqueza del Caribe. Aquí no existe una única manera de destilar la caña, así como no existe una única forma de vivir la música o de contar la historia. El ron refleja esa diversidad con precisión. Cada isla aporta un acento, una sensibilidad, una cadencia. Y, sin embargo, todas comparten la misma raíz: el deseo de transformar la caña en celebración.

Irse de ronda por el Caribe

Viajar por el Caribe con una copa en la mano es participar en una ceremonia antigua. En los puertos, el ron acompañó despedidas y bienvenidas. En los ingenios, fue alivio y compañía. En los colmados dominicanos, sigue siendo el hilo conductor de discusiones interminables sobre pelota, política o filosofía casera. El ron ha creado una hospitalidad que ninguna frontera puede delimitar. Quien sirve un trago ofrece, más que una bebida, pertenencia.

Viajar por el Caribe con una copa de ron entre los dedos es descubrir una forma de mirar el tiempo. Las islas viven con una mezcla de urgencia y lentitud. Urgencia por los ciclones, por el comercio, por los cambios políticos que siempre parecen a mitad de camino. Lentitud por la siesta, por la cadencia de la música, por la conversación que nunca se apresura. El ron se acomoda en ese vaivén, como si hubiese aprendido a ser espejo de nuestra naturaleza cambiante. A veces es alegre; a veces, melancólico. A veces convoca al baile; a veces acompaña el silencio.

No faltan quienes pretenden reducir el ron a un producto turístico y olvidan su carga cultural e histórica. En la República Dominicana se percibe esta verdad cada vez que alguien menciona un ron de preferencia y se convierte de inmediato en un defensor apasionado. Hay familias que discuten cuál marca representa mejor al país. Hay aficionados que coleccionan ediciones limitadas como si resguardaran tesoros. Hay quienes distinguen al primer sorbo si la barrica fue de bourbon, de jerez o de roble blanco. El ron crea expertos espontáneos y poetas ocasionales.

Por eso la grandeza del ron dominicano no radica solo en su calidad técnica, sino también en su capacidad de convocar. Es un ron que crea comunidad, que se comparte sin protocolos, que acompaña tanto la risa del bailarín como la meditación del lector. Su éxito reciente confirma que el Caribe puede producir excelencia sin renunciar a su autenticidad.

Al final del recorrido, cuando el viajero se sienta frente al mar y levanta la copa, descubre que, además de licor, el ron es una narrativa, un puente entre islas. Un espejo donde se reflejan los rituales, las pérdidas, los afectos y las esperanzas de un territorio que aprendió a sobrevivir creando belleza. El ron dominicano, con su equilibrio luminoso, y el agrícola martiniqueño, con su sofisticación vegetal, son dos capítulos de un mismo libro que el Caribe sigue escribiendo. Mientras quede una barrica respirando en silencio, habrá razones para brindar. Porque aquí, en estas islas que se reinventan cada día, incluso la caña encuentra manera de convertirse en canción.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.