Aquellos polvos, estos lodos
Cómo la presión social se convierte en un bumerán contra la democracia y el debido proceso
Hace apenas cinco años, la plaza pública fue escenario de una implacable vendetta política. De todos sus costados manaron consignas que no expresaban reclamos, sino mandatos. «Los queremos presos» resonó hasta casi ensordecer. Una clase media enojada con la corrupción del gobierno peledeísta ocupó la calle resuelta a imponer su voluntad. Si esa conminación al juicio sumario enriquecía la democracia o apuntalaba el Estado de derecho, no llegó a deliberación social.
Aquellos no fueron tiempos de reflexión ni de propuestas. Lo fueron de multitud clasemediera «empoderada». Después, las aguas abandonarían su cauce dejando apenas algunos charquitos finalmente evaporados por el sol del silencio.
Hoy son otros los protagonistas de la protesta, todavía incomparablemente menor que la de entonces, pero igual de enardecida. No son ya los intelectuales y activistas de la sociedad civil, recompensados con canonjías por el Cambio, quienes lanzan consignas, portan cartelones o leen manifiestos. El pasado domingo, frente al Palacio de Justicia y centenares de personas, será un desnortado neonacionalista –dejado sin oficio por las políticas migratorias del presidente Abinader– quien amenace con incendios. «Si a ese señor (Santiago Hazim) lo mandan para la casa, aquí esto se va a prender hoy porque por aquí no van a salir», bramó dispuesto a todo, incluida la violencia física.
En el artículo Yo también protesto, publicado el pasado martes, Aníbal de Castro advertía sobre las consecuencias de presionar a la justicia para lograr sentencias basadas en el miedo. También para los actuales manifestantes sustitutos, la conversión del eslogan en acto es el abracadabra de la anticorrupción. Sus opiniones son inapelables porque encarnan la moral popular.
En los hechos, su «indignación» opera como mordaza y chantaje. Quien disiente, traiciona. Edulcora la corrupción –cobra por ello– y se hace su cómplice. En la lógica confrontacional de estos grupos y personas, lo único admisible es crear el clima que sacie una sed de «justicia» que, paradójicamente, solo ocurre ante muy específicas flagrancias.
Pero quienes ahora dictan sentencias públicas ex ante contra los acusados de defraudar a Senasa no son los únicos que contribuyen con deslegitimar la función de los tribunales. Al legado político resumido en el aludido «los queremos presos», se añade la actuación simétrica del Ministerio Público, que encaja como un guante en lo que algunos teóricos describen como la sustitución de la «prueba más allá la duda razonable» por la «conveniencia política o la presión social». Es decir, los medios como banquillo. La declaración altisonante como código.
El lenguaje que apela a lo emocional («el caso más siniestro y cruel»), las expectativas como alimento de las pulsiones colectivas (segura «versión 2.0 de la Operación Cobra con nuevos implicados»), la espectacularidad de apresamientos y traslados, son el atrezo del órgano persecutor.
Anticipo que no me sorprenderá la reacción en las redes contra este artículo, como no me sorprendió la visceralidad contra Aníbal de Castro. Hoy, como ayer, no se trata de una discusión democrática sobre la corrupción sistémica, sino de éxtasis selectivamente justiciero. Sí, aquellos polvos trajeron estos lodos. A contracorriente, persistiremos en sostener que la presión sobre los jueces está siempre a un paso de convertirse en bumerán contra los ciudadanos y contra la democracia.