La reconciliación del rey Juan Carlos, ¿es real?

Del rey de la Transición al rey en retirada

Juan Carlos I frente a su paradoja: memoria, poder y límites de la reconciliación. (Fuente externa)

Esperaba las memorias del primer rey de la democracia española desde que vi la entrevista concedida a la cadena pública France 3, dentro del programa Secrets dHistoire, con Stéphane Bern. La curiosidad venía espoleada, además, por el simbolismo de la elección de París y de la editorial Stock como punto de partida. Ese arranque sugería distancia, amortiguación, un marco cultural menos abrasivo que el español. No era un dato menor. Stock es una editorial francesa de largo recorrido en el ensayo político y la literatura mayor, ajena al impacto inmediato y más próxima a la decantación intelectual que al ruido comercial, y su elección parecía anunciar un relato pensado para ordenar la historia antes de someterla al juicio doméstico.

Juan Carlos I escribe Reconciliación desde una paradoja que lo define y persigue: fue rey por designio de una dictadura y acabó siéndolo contra ella.

Esa tensión inicial –incómoda, decisiva— es el verdadero soporte del libro. Cuando el autor se atreve a mirar de frente esa herencia, el texto gana densidad histórica y verdad política. Cuando el espejo deja de ser Franco y pasa a ser él mismo, el relato se vuelve prudente, casi evasivo. Falla el tono, no los datos. Reconciliación explica con solvencia el origen del poder, pero titubea cuando llega el momento de contar cómo se pierde.

La relación con Francisco Franco constituye la parte más sólida del libro. Juan Carlos recoge lo esencial: fue educado, moldeado y legitimado por el franquismo. No dobla como un príncipe lateral al sistema, sino como una pieza cuidadosamente diseñada para garantizar su continuidad. El mérito del texto está en asumir esa condición sin edulcorantes ni antifranquismo retrospectivo. Franco no es un episodio circunstancial ni un error ajeno: es la génesis.

Cálculo, ambigüedad y aprendizaje

El joven Juan Carlos emerge como un heredero vigilado, observado, sometido a una pedagogía autoritaria del poder. Franco aparece menos como maestro que como arquitecto de una sucesión calculada, desconfiado incluso de su propio designado. El rey reconoce que su legitimidad inicial venía con condiciones estrictas y que cualquier margen de maniobra debía construirse con cautela. Esa conciencia está bien transmitida y dota a la narración de una gravedad que se agradece.

Aquí el libro acierta al evitar caricaturas. No hay un Franco benévolo ni un Juan Carlos precozmente rebelde. Hay cálculo, ambigüedad y aprendizaje forzado. Franco es origen y jaula; nunca refugio. Ese encuadre resulta creíble porque se inclina por la explicación, no por absoluciones.

La ruptura con el franquismo tampoco se presenta como un gesto glorioso. La Transición asoma como una operación silenciosa, gradual, casi quirúrgica. Nada de estridencia ni desafío frontal, sino desplazamiento lento. Juan Carlos desmonta el sistema utilizando su propia legalidad, consciente de que una ruptura brusca podía devolver a España al ruido de sables. El libro explica ese proceso con sobriedad y sentido del contexto, sin caer en la autocelebración.

En ese punto, Reconciliación alcanza su mejor nivel político. El rey asume que el poder no es propiedad, sino equilibrio. Comprende que su supervivencia institucional dependía de abjurar, sin teatralidad, de la herencia que lo había hecho rey. Esa decisión, contenida y estratégica, se presenta como una forma de responsabilidad histórica. El lector puede no compartir todas las apuestas, pero entiende la lógica detrás.

El episodio del 23 de febrero de 1981 funciona como clímax natural de ese recorrido. El dictador ya no está, pero su sombra sigue respirando en los cuarteles. Juan Carlos se enfrenta entonces al fantasma de su origen. Esa noche deja de ser el rey que viene de Franco y se convierte, definitivamente, en el rey que pone punto final a su legado político. El libro narra ese momento con sobriedad, sin énfasis innecesarios, y resulta convincente. Ahí se jugaba el destino del reinado y también el sentido mismo de su designación.

Las debilidades del relato

Hasta ahí, Reconciliación cumple: restitución histórica antes que ajuste de cuentas. Entra en escena el Juan Carlos institucional, el monarca que entendió la Transición como un proceso de desmontaje cuidadoso y no como una ruptura ornamental. El acto está bien logrado. Se entiende por qué fue respetado incluso por quienes no creían en la monarquía.

El problema comienza cuando Franco deja de ser el espejo incómodo y el autor debe mirarse sin intermediarios. A partir de ese punto, la obra cambia de registro. La claridad se vuelve cautela. La autocrítica deriva en explicación. El rey apto para analizar con lucidez el régimen que lo creó incapaz parece de aplicar ese mismo rigor a su propio declive.

Los episodios más oscuros son tratados con delicadeza excesiva. Hay referencias, pero no catarsis. El exilio se dibuja más como consecuencia de una presión externa que como resultado de una pérdida de legitimidad interna. Abundan los contextos; escasea la responsabilidad. El “yo” que en la Transición asumía riesgos y protagonismos aquí se diluye.

En este tramo emerge otro rasgo revelador: la relación con sus hijos. Reconciliación deja entrever, a veces con pudor y otras con una queja apenas disimulada, un malestar profundo con el trato recibido, especialmente por parte del actual rey. El padre se siente distante del hijo; las hermanas son presentadas como daños colaterales de una fractura familiar que el autor atribuye al peso institucional de la Corona más que a decisiones personales.

La queja oscila entre lo velado y lo explícito. Juan Carlos se describe como alguien relegado, consultado a medias, mantenido a distancia por razones que asocia a la incomodidad que su figura genera. El reproche es comprensible desde lo humano. Pero reflota el mismo mecanismo narrativo: se exhibe el efecto y se diluye la causa. No se plantea con claridad que esa distancia responde, sí, a una estrategia del hijo rey y a una exigencia abstracta del cargo, pero, sobre todo,  a una conducta prolongada que erosionó la autoridad moral del padre.

La coartada íntima

El tratamiento que da a su matrimonio es también elusivo.La distancia de la reina Sofía es descrita con una mezcla de melancolía y autoindulgencia. Sugiere que no lo visita en Abu Dabi por delicadeza institucional, por no incomodar al hijo rey, por respeto a equilibrios que ya no le pertenecen. Esa explicación resulta insuficiente. La verdad, dura pero conocida, es otra: dejaron de ser pareja hace tiempo, y esa ruptura no fue consecuencia del exilio ni de la presión mediática, sino de una conducta reiterada del propio Juan Carlos. No es el protocolo lo que mantiene lejos a la reina, sino una historia conyugal agotada. El libro rodea ese hecho, lo menciona de soslayo, pero evita asumirlo con la claridad que sí aplica al analizar fracasos ajenos. El contraste es elocuente. El autor reclama comprensión para sus errores públicos, pero se resiste a asumir la responsabilidad plena de los privados. El resultado es una narración que pide empatía sin ofrecer confesión.

Hay, además, una razón menos visible que ayuda a entender ese desequilibrio. Reconciliación no es solo la voz de un rey que recuerda, sino también la de una escritora que ordena ese recuerdo desde otra orilla del tiempo. Laurence Debray, quien asiste a Juan Carlos en la edición y escritura del libro, nace en 1976, justo cuando él inicia su andadura real. No vivió la Transición: nace con ella. En vez de vivida, su relación con el franquismo, con el 23-F y con el consenso democrático es archivística.

Ese desfase generacional se percibe en el texto. La mirada joven aporta método, estructura y distancia; convierte la experiencia en relato. Pero esa misma distancia atenúa el conflicto íntimo. Donde el rey rememora la escritora ordena. Donde podría haber herida, hay encuadre. El resultado es un libro muy eficaz para explicar procesos históricos y notablemente más cauteloso cuando se aproxima al daño personal. La ironía cultural es evidente porque Debray es hija de Régis Debray, uno de los grandes críticos de los mitos del poder. Aquí la tarea no es desmontar el mito, sino administrarlo. El respeto a la historia permanece, pero se la vuelve compatible con una memoria que no quiere romperse del todo.

La paradoja final es nítida: Juan Carlos resulta más severo con Franco que consigo mismo. Examina con rigor los límites del régimen que lo engendró, pero rehúye someter su conducta posterior a un escrutinio equivalente. Franco queda como un pasado clausurado; el rey, como un problema gestionado. Ahí el título se debilita. Porque reconciliar no es explicar ni contextualizar: exige nombrar el daño, un paso que no llega a darse. El libro parece confiar en que los servicios prestados compensen los errores posteriores. Pero la democracia no opera con créditos acumulados.

Reconciliación es, en el fondo, un libro honesto sobre cómo se sale de una dictadura y tímido sobre cómo se cae desde la democracia. Brilla cuando explica el origen y se apaga cuando roza el derrumbe. Ofrece memoria sin ajuste, relato sin lesiones. Dice mucho, pero menos de lo que promete. Más que reconciliación plena, queda un monólogo elegante y contenido: un testimonio valioso sobre el nacimiento democrático de la España contemporánea, pero incompleto en su abordaje del final. Y en un libro escrito por quien fue clave para esa democracia, esa diferencia pesa.

Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.