Mi hermano murió en diciembre

La muerte es una dadora de vida. Por eso, aunque nos duela terminamos incorporando el dolor que nos provoca, que se hace parte de nuestro andar, lo mismo que nuestras más hondas y merecidas alegrías

Eran las 6:51 la mañana. Yo estaba terminando de tomar el desayuno con mis hijos menores para luego ir a dejarlos al colegio, cuando el teléfono empezó a vibrar con insistencia. Era mi hermano menor. Acababa de tomar un taxi para ir a su trabajo en el Instituto Nacional de Administración Pública, pero a poco de abordar empezó a sentirse mal. “Me siento muy mal. Me duelen mucho los brazos y el pecho”, me dijo. “Dile al taxista que te lleve a la clínica que les quede más cerca y que me avise, le sugerí”.

Dejé a Damián y Adriana con Carmen, mi esposa, y salí para el centro médico al que lo había conducido Francisco, el amable taxista que me estaba esperando a la entrada para entregarme las pertenencias de mi hermano, que los médicos habían puesto en sus manos creyendo que era alguien de la familia.

Cuando entré a la emergencia, el jefe del equipo de profesionales que lo atendía me explicó que estaban siguiendo el protocolo correspondiente. Me habló de la prueba de glucosa, que estaba alta, de la aplicación de anticoagulantes, del suministro de medicamentos para la presión, y de unos analgésicos que no lograban controlar el dolor que se ensañaba con su pecho y con sus brazos.

Estuve a su lado unos 15 minutos. En medio de la desesperación urgí al doctor a que hiciera algo, pues era evidente que lo hecho no había sido suficiente. Así que volvieron a aplicar el protocolo. Todo sucedió con la rapidez trágica de lo fatal, de las cosas inevitables. Luego de la nueva tanda de medicamentos, mi hermano se alivió un poco del dolor. Me habló con detalles de lo sucedido desde que abordara el taxi, me pidió que le avisara a Dara Sofía, su hija de 16 años, y luego de un breve silencio me dijo como quien habla para sí mismo: “compadre, yo creo que me estoy muriendo”. No sé de donde saqué las palabras con las que intenté darle un último alivio.

Menos de un minuto después, perdió la conciencia. Los médicos lo trasladaron a una sala contigua donde intentaron reanimarlo durante cerca de media hora. Hicieron todo lo que estuvo a su alcance, me dijo desde detrás de sus lentes de miope, de sus guantes y de su indumentaria azul, el mismo médico que me había explicado las complejidades clínicas del protocolo.  Mi hermano murió temprano, su corazón lo abandonó en la fresca mañana del miércoles 18 de diciembre de 2024.

Se llamaba Porfirio Antonio Rodríguez, igual que mi padre. Había cumplido cincuenta hacía apenas cinco meses. Mi madre lo parió un 5 de julio, cuando ya había cumplido 48 años, luego de mi hermana Yanilsa, a la que tuvo a los 44, y de mí, que nací cuando ella tenía 43. 

El recuerdo más antiguo que conservo de Tito (así le llamamos desde siempre) es anterior a su nacimiento. Fue el 28 de mayo de 1974. Ese día falleció mi abuela materna, María Esmeralda Castellanos. Era una mujer alta, dueña de una hermosura pacífica que la ancianidad no pudo arrebatarle, de ojos claros y una tez blanca fatigada por las arrugas y por el rigor de tanto sol sobre los surcos, intentando fertilizar la tierra, y tantos partos bajo el cuidado de las comadronas del pueblo. Había vivido sus últimos años con mi familia, en un bohío construido a la sombra de una baitoa de cuyas ramas caían, como breves mariposas sin equilibrio, unas pequeñas vainas dentro de las que había diminutas semillas que eran el festín de las tardes de mi infancia y la de mis hermanas.

Conservo muy viva en la memoria la imagen de mi madre, en las horas tempranas de la noche de ese lejano 28 de mayo. Yo todavía era muy niño, y como todos los niños de esa edad, no entendía nada de la muerte. Era apenas una curiosidad entristecida. Recordaba haber escuchado unos cánticos tristes con los que unos vecinos cercanos habían despedido a su hijo, que se llevó la miseria pocos días después de haber nacido. Pero de la muerte de mi abuela, el recuerdo más claro que todavía guardo es el de mi madre, acostada bocarriba sobre su cama, llorando sin cesar el dolor por la partida de la suya, mientras con sus manos, se acariciaba el vientre en el que latía la nueva vida que vería la luz apenas seis semanas después.

Yo seguía sin entender nada. Y solo me mantenía abrazado a las piernas de mi madre, sin poder verle el rostro, escondido tras ese vientre crecido del cual no tengo ningún recuerdo previo al de esa noche. Entonces alguien me dijo que ahí dentro había un hermanito, mientras me ayudaba a acostarme al lado de mi madre, que me abrazó como si intentara compenetrar mi breve humanidad, con ese latido que esperaba el momento de la luz.

Una abuela a la que no volvería a ver, y la promesa de un hermano al que conocería en unas pocas semanas, junto al que terminaría de crecer, al que acompañaría en su aprendizaje del andar y de las primeras palabras, fueron dos experiencias simultáneas que hacen parte de mis memorias más antiguas. Es por eso que a casi un año de la muerte de mi hermano, del dolor de saber que esos minutos de agonía fueron los últimos que tuve junto a él por el resto de los tiempos, creo haber encontrado una manera para trampear un poco el desasosiego.

Porque creo que la recuperación en perspectiva de esos recuerdos, son una forma de comprensión de ese misterioso fluir de la vida, que necesita de la muerte para germinar, para manifestarse, para que pueda continuar el equilibrio en el incesante fluir de este universo sin final y sin principio.

Si, la muerte es una dadora de vida. Por eso, aunque nos duela terminamos incorporando el dolor que nos provoca, que se hace parte de nuestro andar, lo mismo que nuestras más hondas y merecidas alegrías. Porque lo único que permite ver morir, y enterrar a tu hermano menor sin que la locura te destruya, es la esperanza en la perpetua renovación de la vida, siempre portadora de la alegría y la plenitud, que te vuelve al equilibrio para poder seguir fluyendo.