Cuando lo humano pase de moda

Siendo adolescente me ofuscaba la idea de ver llegar el nuevo siglo. Había razones para la expectación: este acontecimiento no solo suponía cruzar a una nueva centuria, era “habitar” en otro milenio. Para que un evento tan pletórico como ese se volviera a repetir bastaba esperar ¡mil años!

El 2000 se hizo mítico. Todas las profecías apuntaban a su tiempo. No pocos pensaron que la historia pararía sus latidos y que entraríamos al túnel del Apocalipsis. Eran tiempos de un renovado misticismo. La literatura esotérica seducía. El cine escatológico recreaba la gran tragedia final de las galaxias. Se desempolvaron las creencias proféticas más antiguas. La amenaza nuclear arreciaba su discurso en plena Guerra Fría. Los médium y clarividentes se convirtieron en celebridades. La segunda venida de Cristo se proclamaba como Epifanía inminente. Vivíamos la euforia del ocaso. Éramos las generaciones finiseculares.

Siempre tuve el presentimiento de que mi techo de vida era de 42 años. Nunca reparé en los motivos ni me interesaba averiguarlos, ahora menos cuando ya rebasé ese umbral. Lo cierto es que esa extraña premonición me mantuvo aferrado a la certeza de que viviría el nuevo milenio. Así fue, y nada ocurrió.

Cuando el 2000 pasó, el mundo occidental respiró y abandonó el estrés apocalíptico concentrando sus fuerzas en proyectos de futuro. Entonces los cambios empezaron a verse en tramos casi imperceptibles de tiempo. La velocidad ha sido asombrosa: en los últimos treinta años la humanidad ha tenido más movilidad en el entorno tecnológico que en seis siglos. La tecnología ha sometido todo a sus caprichos, afectando nuestra manera de pensar, creer, sentir, actuar y decidir. Entramos en una dimensión inexplorada de posibilidades infinitas. Como diría un viejo amigo: “casi, casi somos dioses”.

El futurista Ray Kurzweil, en su libro La singularidad está cerca sostiene que en el 2045 las máquinas serán más inteligentes que las personas, y los seres humanos inmortales. El ejecutivo de Google afirma que si las computadoras son capaces de descifrar el lenguaje natural lo harán también con la inteligencia humana. Kurzweil dice que la singularidad es “... un período futuro durante el cual el ritmo del cambio tecnológico será tan rápido y su impacto tan profundo, que la vida humana se transformará irreversiblemente. Esta época va a transformar los conceptos en los que nos apoyamos para dar sentido a nuestras vidas, de nuestros modelos de negocio para el ciclo de la vida humana, incluyendo la muerte”.

Hace apenas quince años era impensable usar un teléfono para leer, fotografiar, comprar, agendar, viajar, medir o despachar. En los próximos cinco desaparecerán el cheque, el correo postal, los teléfonos fijos, las tarjetas de crédito, el cine, la televisión por cable, el servicio bancario, las agencias de viajes, entre otras cosas. En el 2030 la televisión, las tiendas de ropa, los supermercados, los billetes o monedas, la conducción de vehículos, las redes sociales y la mano de obra humana para la industria serán nostálgicas memorias del pasado. El 85 % de los trabajos que necesitará esa década todavía no se han inventado.

Somos parte de la civilización de la virtualidad, un mundo dominado por la inteligencia artificial. Esa que nos reproduce, imita y reemplaza servilmente. Caminamos hacia la desmaterialización de la realidad a escalas suprasensoriales. Un espacio donde no se necesita estar para ser, viajar para conocer, ser arreglista o músico para componer ni estudiar idiomas para comunicarse; donde lo alternativo será lo real, y lo “humano” opcional. Los robots no solo emergen como el nuevo proletario, sino como sujetos de explotación sexual y afectiva. Ellos crearán una comunidad de códigos de entendimiento con los humanos jamás imaginada. No sabemos hasta dónde llegaremos ni qué tanto les transferiremos a las máquinas las capacidades y habilidades que nos han distinguido como especie superior.

Lo humano parece agotarse. Cuando el mando lo tengan los algoritmos, los sofwares y las máquinas, la interacción humana dejará de ser necesaria; el hombre, autoanulado, será más objeto que sujeto, más útil que esencial. Las colectividades perderán sentido porque la mayor parte de los intereses colectivos tendrán atenciones programadas personalizadas. Los centros de trabajo y los espacios de convivencia laboral sobrarán. Las empresas serán mandos o plataformas de gestión soportadas por programas o aplicaciones de autoservicio. Las máquinas inventarán y fabricarán las máquinas. Nuestra amenaza como especie pueda que no sea humana; se está incubando artificialmente. El hombre puede estar construyendo su propio final con aquello que David Jakob llamaba “el elemento demoníaco de la técnica” que no radica en la técnica misma sino en su uso irracional y descontrolado.

El problema toca fondo y supone una trágica inversión de los medios y los fines. Los antiguos tenían fines, pero no medios, en tanto hoy tenemos más medios que fines. La tecnología nunca debe rebasar su función ni valor instrumental: es un medio, no un fin; es objeto. No sujeto. Kurzweil y otros futuristas creen que una de las principales consecuencias de la singularidad será que podremos “subir” nuestra mente a una computadora. De acuerdo con este argumento, podremos transferir nuestra conciencia racional de seres basados en el cerebro a seres basados en el ordenador. “Los cuerpos virtuales serán tan detallados y convincentes como cuerpos reales”, dice Kurzweil. “Nosotros necesitamos un cuerpo, nuestra inteligencia está dirigida hacia un cuerpo, pero no tiene por qué ser un cuerpo frágil, biológico que esté sujeto a todo tipo de fallos”. De esta manera mutar a un cuerpo virtual o almacenar en una máquina nuestra propia memoria será una de las rutas hacia la nueva inmortalidad. Entonces el hombre habrá creído traspasar la barrera del tiempo y del espacio.

La humanidad, en su diseño original, empieza a caducar. Se están cruzando límites peligrosos. Las consecuencias no controladas de esta obcecación empiezan a revelar sus daños colaterales. Hoy tenemos a un hombre dependiente, aislado, abstraído, de menos lazos solidarios, humanamente desconectado y socialmente atomizado. Los propósitos trascedentes de la existencia asociados a un proyecto de felicidad y a una realización solidaria están siendo desplazados. Tendremos una vida más cómoda y segura, sí, pero no necesariamente más feliz.

Y es que el hombre no solo tiene necesidades materiales que puedan ser redimidas por la tecnología; hay profundos vacíos existenciales, carencias espirituales y desórdenes interiores de vida donde la ciencia y la tecnología no llegan. Puede que entremos al principio del final de “lo humano” y que las máquinas no se enteren. Los campos de la ciencia son insondables, pero tienen fronteras. Quizás la historia de Babel estrene una versión adaptada en la posmodernidad, pero en el fondo yace la misma pretensión humana: el orgullo de autoafirmarse como ser superior. En ese camino construye su propia esclavitud: un precio muy alto por una vanidad tan barata. Y es que hay una verdad simple, pura y clara que no ha podido ser entendida: la idea no es tener o hacer más, es ser; en ese fin la tecnología no alcanza.

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.