Ellas, las mismas, y la angustia del después

“El recuerdo como el olvido, tiene sus propias reglas que a veces pueden parecer irrazonables”.

La novela dominicana es un ir y venir. Va y viene. No es cuestión de texto y composición. Es de ritmo. Irrumpe. Camina. Se detiene. Regresa. Frena. El ritmo es pandemia. Esfuerzos que buscan consagración a intervalos. Novela, noverlas. Las que gravitan sobre ejes embutidos que no avanzan. No se sostienen. Las más. Y novelas que se registran en estilo, composición y tema con buenas pintas. Reman hacia buen puerto. Las menos.

La novela nuestra ha sido robada. Nuestros mejores argumentos terminaron llevándosela consigo otros navegantes: Vargas Llosa, Vázquez Montalbán, Alberto Vázquez-Figueroa, Mayra Montero. Alguno más. Los filones están ahí. Prestos. Entre ámbitos teoréticos y desidias, se nos llevaron los temas. Esfuerzos hubos, y notables. Pero, nos los robaron los extraños y nos tuvimos que quedar con las caras largas. Nos salvan algunos ejemplos. Sobre todo, los más recientes que encabezan jóvenes que ofertan una nueva promesa en el ejercicio más duro y difícil de toda nuestra historia literaria. Unos, con espacios abiertos ya. Otros, con los nombres configurándose, si no desmayan. Aunque, aún ignorados.

La novelística criolla tiene posibilidades. Las mejores novelas de nuestros tiempos están aún por nacer. Supongo que se están construyendo en talleres silenciosos. Pero, llegará. No es cuestión de reprocharla, de abochornarla, de reducirla. No comparto, aunque respeto, este afán. Es cuestión de abrirle cauces para que se expanda y termine de crecer. Que sus creadores valoren su importancia y que comprendan que la novela tiene sus ritos, sus configuraciones, sus mañas. No es un gesto al albur. Una contingencia. Un decir jacarandoso. Es un acto serio que exige sacrificios, lealtad a sus formas, adiestramiento, lectura, investigación y examen. Nada más.

Margarita Cordero, mujer de lecturas y arrestos (la novela como la poesía exige valentía, disposición a contar sin tapujos ni concesiones, más que los otros géneros literarios), ha escrito su novela: la de su memoria, la de su tiempo, la de sus desencantos. “La memoria tiene una irreprimible vocación de prostituta...” y “tensar las cuerdas de la memoria provoca desvaríos”. El tiempo, decía la Yourcenar, es el gran escultor. Envejecer y mirar hacia atrás es un acto de arrojo que no todos –todas, habría que decir aquí- saben o pueden asumir.

Abril es siempre una página abierta, inconclusa. Y el antes y después de abril, también. Cuando “Ciudad Nueva se convirtió en un extenso mar de azogue” la historia dio un salto (¿cualitativo?). Fue la primicia de la revelación anhelada. La rebelión de los sueños. Pero, también fue la sorpresa para los que no supieron, desde la izquierda, reconocer las señales. Y se confundieron. La ciudad cambiaría su andadura, su decir, su plasma, su tablado. Para siempre. El estallido popular fue intimidante. Algunos parecieron cruzarse de brazos. “Esta no es nuestra guerra”. No fue tarde, tal vez, pero muchos entraron en la liza cuando se dieron cuenta que la batalla no era bullanga, ni bronquina (“La Historia engulle todo lo que se pone enfrente y lo digiere con una celeridad impensable”). Abril fue una revolución que terminó engullendo muchos entuertos y que cambió la Historia para siempre porque las contradicciones del momento y del después crearon sus conflictos, desalentaron ánimos y alumbraron resentimientos.

La militancia creó consignas y esquemas que terminaron socavando posturas y denuedos. La novela de Margarita Cordero enfatiza desacuerdos y casi propone un examen de conciencia. Es la crónica abierta de la derrota (“El partido no parecía tener la más puta idea de lo que sucedía, sus radares ideológicos lucían averiados...”). Fue el principio del desbarajuste. Aunque lo salvaron algunos comandos fieros “la impredecible ruleta de un pueblo en armas” confundió a la dirigencia y acunó pesares en los cuadros. La novela es crítica y autocrítica. Con el antes, el instante y el después. Vale decirlo: “Nuestro desastre había comenzado. Las filas fueron mermando fruto de la represión y de las divisiones, casi a partes iguales”. Y luego consignas, proclamas, escisiones y giros hicieron el resto. Las fragmentaciones de la izquierda fueron una fiesta. Una alegre travesía de focos grupales, mientras se expandía el exterminio de la era balaguerista. La crítica es fuerte, directa. Destapa zonas oscuras. Devela comportamientos silenciados. La novelista tenía esa cuenta pendiente y la arrojó a la palabra y su crónica. Algo se quedó de aquella militante en el camino, algo que se quebró en sus entrañas. El desencuentro fue una obligada manera de enfrentar el futuro. El fuñido futuro que dejó una estela de la que yo no podrá nunca desembarazarse. La derrota fue total y hay que hacer su apología. Sabrina, Mavel, ellas, representan el ancla de una mirada de múltiples acosos. Como Sabrina (“metresa rubia en un panteón de divinidades mulatas”), estas mujeres sabían –lo supieron después, tal vez- que el partido verdinegro “había enterrado su mística en Manaclas”. Es el instante del hundimiento. La narradora es una Eva que se evalúa a sí misma y a otras Evas bífidas. Su relato es un reencuentro, fluido y agrio, con su otro Yo.

Descriptiva, acertada en la configuración de su relato. Hay momentos, como el retrato de las correcciones ideológicas, la nueva religión secular que surgía en las argamasas de la militancia y la “izquierda políticamente tarada y genéticamente exhausta”, que constituyen una página memorable dentro de la novela de la guerra, aún no escrita, o tal vez sólo parcialmente. O el instante dramático y gozoso a la vez de los sueños de trigo y canciones, cuando empezaba a radiografiarse “de manera implacable la temprana perversión de nuestra democracia”. Los he subrayado como dos tramos de excelencia de la novela.

La novelista ajusta cuentas. En algún momento, o en más de uno, la periodista hace su aparición en el escenario y la novela es, entonces, reportaje. Reprobación ácida. Directa. Sin sondear gravedades. Rompe las costuras de una vida de aplomos. De fardos pesados. De condenas personales. La novela, cualquier novela, está hecha también de estas gravitaciones. Y sí, la izquierda y los cambios y recambios y los acomodamientos (“Y en esa atropellada necesidad de resarcir la ignorancia, Lenin se mezcló con Bakunin, y los manuales políticos made in Moscú con la náusea sartriana, y los Beatles con Carlos Puebla”). Un barullo (“Eso éramos, Dios mío. Eso éramos: la más lúdica de las confusiones”).

El gran final llega cómo y cuándo debía ser. El presupuesto narrativo de la novelista fue cuidadosamente distribuido. El monólogo de la prostituta, fajadora de la gesta, bordea el final de la novela (“Nada podía ser peor que haber estado allá abajo y ser puta”). Las hetairas que llegaron desde la parte alta hasta Ciudad Nueva para batallar junto a sus hombres y que encontraron allí una razón para vivir orgullosas. Y morir, porque “¿Qué es morirse para alguien que ha vivido como yo he vivido?”. Lectura final de un gran desencuentro, de una fatiga, sí, de una derrota. La ciudad ya no es la misma. Ni el barrio, tampoco (“En el barrio el heroísmo dura poco. Puedes privar un día, pero, al otro, a otra cosa, mariposa”). La voz narrativa de Margarita Cordero es la de su generación, sólo que ella se ha atrevido a utilizar esa voz y contar la historia de las negaciones, tribulaciones y gatuperios, justo tal vez cuando ya hacía rato que en la narradora había comenzado a crecer “pérfida, la angustia del después”. Ellas, las de entonces, ya no son las mismas. La suya es la “lastimosa historia de un país con una capacidad de metamorfosis más desequilibrante que la de Gregorio Samsa”. Una historia, la dominicana, que “se muerde la cola”. La de Margarita Cordero es una Historia que no se escribe con caligrafía Palmer.

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José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.