En el conteo máximo

Nada de gloria y sí mucho de humillación. La desolación no termina y no hay explicación que la remita: la participación dominicana en esta última edición del Clásico Mundial de Béisbol se quedará en nuestra historia deportiva como la gran vergüenza nacional. Como en toda competencia, se gana o se pierde. Sí, pero siempre con honor.

Esta reciente es una historia de chascos, de papeleta mató a menudo, de héroes que no son tales, de indisciplina en una disciplina deportiva, de engreimientos, de irresponsabilidades, de desvergüenza. En el deporte que llamamos rey, apenas sí podemos exhibir la categoría de súbditos.

La comparación es apta por más de una razón. Cuando lo hubo, el oro salía de la isla en los galeotes españoles hacia la metrópoli pero sólo como una escala. El destino final era Holanda, para pagar a los banqueros que financiaban los desastres de la corona. En Holanda reina el fútbol, pero en sus territorios de ultramar ha arraigado el béisbol por contagio. Porque la geografía política es implacable y Nueva York está más cerca que Amsterdam. Y pensar que los holandeses adquirieron la isla de Manhattan por una bagatela, sin disparar un tiro. Nuestros lanzadores tiraron, pero nuestros bateadores fueron retirados, y al retiro definitivo fuimos en tan sólo dos salidas al campo de juego, ¿o de fuego exterminador?

El béisbol nunca ha sido, ni será mundial, y no porque carezca de atractivos. Eso de la Serie Mundial no pasa de una pretensión vana made in USA. El Clásico es un intento, una copia de muy baja resolución del gran acontecimiento deportivo que se celebra cada cuatro años y que en el 2010 congregará gente de todo el mundo en la Sudáfrica de Mandela y recuerdo histórico de los peores excesos raciales, introducidos al amparo de otras ínfulas, seudo-religiosas, por colonizadores que vinieron de Holanda y echaron raíces permanentes en el continente de cuyo color nunca quisieron contagiarse: los Afrikaans, los Boers a quienes los ingleses vencieron en una guerra que cubrió Winston Churchill como periodista. También a veces en este ahora los ingleses y españoles aventajan a los holandeses, pero en fútbol. La Copa Mundial es otra cosa, y copa la atención en los rincones más apartados del mundo, esta vez globalizado en un deporte.

Los deportes son un gran negocio, perogrullada que encierra el secreto paradójico del por qué son populares. La comercialización, la conversión en un producto de mercadeo y de ventas que mueven millones y millones de dólares, euros, yen, rublos y cuantas divisas tienen categoría mundial, ha permitido la expansión de determinados deportes. La grandeza del béisbol en Estados Unidos no se mide por el número de fanáticos que acuden a los estadios, sino por la teleaudiencia. El dinero no está en las taquillas, sino en los patrocinios y anuncios.

Como todo negocio, el béisbol tiene sus reglas. Una de ellas es la preservación de los activos, en este caso los jugadores profesionales. La Major League Baseball (MLB), que controla el béisbol comercial en Estados Unidos, no tiene el menor interés en el Clásico Mundial. Visión cortoplacista, dirían los más optimistas. Tal vez, pero ese evento ni es clásico ni mundial y tampoco un buen negocio. Todavía, cierto, pero los genios detrás de la MLB no le ven futuro rentable, y de ahí las prohibiciones a que las estrellas participen y un respaldo tan pequeño que ni siquiera se ve en las sillas donde se sientan los grandes magnates dueños de los equipos.

Que sí, que los jugadores dominicanos son máquinas humanas de producir carreras, atrapadas espectaculares, corrings agresivos y récords dignos de Coopertown. Y de esconder la miseria e ignorancia que heredan de la marginalidad dominicana tras un uniforme de unas fibras tan sintéticas como el inglés que hablan en las entrevistas y los modales que exhiben en los camerinos y hoteles de lujo donde los alojan cuando juegan fuera de su ciudad sede. En verdad, son máquinas de producir dinero y realizar en dólares los sueños que procrearon cuando jugaban "a mano pelá", descalzos y casi analfabetos en los botados de los barrios, ingenios y campos. Los cuerpos se lesionan con tantos deslizamientos, pelotazos, contorsiones y saltos. Los uniformes apenas se ensucian. Las grandes estrellas del béisbol son irreemplazables para la contabilidad de los gerentes y las corporaciones. Otra cosa son los uniformes, y el Clásico Mundial no pasa de mero uniforme en un mundo que no entiende de strikes, jonrones ni squeeze plays.

Hay que entender las mentalidades de nuestros jugadores y, sin ánimo lisonjero y sí con algún esfuerzo, admirarlos. Los peloteros que nos avergonzaron en Puerto Rico porque jugaron pobremente, y en Estados Unidos, porque allí estaban los que debieron jugar, son los grandes sobrevivientes del subdesarrollo, los héroes que se sobrepusieron al barro y al barrio, y que gracias a sus habilidades innatas y cultivadas, despiertan las emociones en las grandes ciudades y espacios norteamericanos. Y venezolanos, puertorriqueños, panameños, canadienses (con perdón del hockey sobre hielo), colombianos, cubanos y hasta japoneses, coreanos y taiwaneses.

Si alguien se aproxima al self made man en el que no creo, son ellos. Si no producen, pues no hay contratos multianuales ni multimillonarios. Están obligados a darle vacaciones al non-plus-ultra y enrolarse permanentemente en una lucha con ellos mismos para extender a un máximo inexistente las dimensiones atléticas de un físico que arrastra carencias desde el espermatozoide. Deberán sobreponerse en buena lid a peloteros mejor comidos, que ya fueron a la universidad y capaces de analizar e interpretar jugadas con inteligencia y en inglés sin acento. Estos dominicanos de grandes ligas nacieron peloteros y sólo había que descubrirlos. Ciudadano se hace, no se nace. Y ya esto pertenece a otra liga en la que el término competencia importa en una acepción diferente.

Como regla con la regla de la excepción, los deportes más populares son como el tango, con raíces y aires de arrabal. Ahí, el deporte se concibe como el impulso vital para trasponer la frontera que impuso el privilegio social. La excelencia en la disciplina deportiva equivale a peldaños ganados a sangre, sudor y lágrimas en la escalera de la movilidad social. Por uno que logra subir hasta la cima, cientos fracasan. Corolario indispensable para entender, aunque no justificar, el porqué del bate amañado que le atribuyen a Sammy Sosa, los esteroides de Alex Rodríguez y otros peloteros dominicanos.

La fama siempre es difícil de manejar, sobre todo cuando las prácticas de conducir en sociedad fueron exiguas. Corolario indispensable para entender, aunque no justificar, el porqué de las inconductas, los escándalos, las borracheras antes de un partido importante, las fotos narcisistas de Alex, las casas faraónicas, las "maniramiradas". Comportamientos que no se limitan a los peloteros, sino que se reproducen como la verdolaga en otros campos deportivos. ¿O cuál fue el comportamiento de varias de las estrellas brasileñas en el último mundial, en Alemania? En Stuttgart no jugaron, bebieron y compraron carros deportivos que no por costosos hicieron mella en las provistas carteras.

Tenemos estrellas para una verdadera constelación beisbolística. Pero no tendrán el brillo de las selecciones nacionales en el fútbol mundial a menos que se salte la frontera que impone el control norteamericano del deporte y se adopten reglas similares a las de la Federación Internacional de Fútbol (FIFA). No importa dónde ni con qué equipo jueguen, los futbolistas deben reportarse cuando la selección nacional a la que pertenece entra en acción, ya sea en partidos amistosos o en las eliminatorias para la Copa Mundial. Pertenecer a esa selección de selecciones es un honor y la responsabilidad tiene carácter patriótico. Que lo diga David Beckham, en depresión cuando perdió la capitanía de la selección inglesa. Pese a su "spicy girl", todos sus millones y fotos en Hola, Hello y cuantas publicaciones se inscriben la categoría rosada aunque de rosas tengan poco.

El béisbol, como institución en RD, llegó a su cuenta máxima con este torpe desempeño en Puerto Rico. Que esta ignominia sirva de máxima aleccionadora.

La Major League

Baseball (MLB), que

controla el béisbol

comercial en Estados

Unidos, no tiene el

menor interés en el

Clásico Mundial. Visión

cortoplacista, dirían los

más optimistas. Tal vez,

pero ese evento ni es

clásico ni mundial y

tampoco un buen

negocio