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Muerte
Muerte

Carta de mi muerte

Les ruego no aceptar nada bueno de lo que les digan sobre mí. No es sincero. Si lo fuera no hubieran desperdiciado los años reunidos en mi vida para decírmelo. Lo callaron, sí, porque en eso los humanos somos soberbiamente sórdidos. Solo en nuestra ausencia se aplauden las virtudes. ¡Ay!, qué herencia tan mezquina: esa que guarda la palabra cuando se trata de juzgar dignamente al otro. Lean bien, escribí “juzgar dignamente”. Y lo digo porque nunca reclamé agrados ni cortesías ventiladas en el fingimiento. Menos después de morir. Siempre preferí las verdades sin atavíos ni aderezos, tal como me las decía mi mamá; tan francas que convocaban a acatarlas en el silencio como sentencias sabias e inapelables.

¡Mentira! No fui un hombre bueno, mucho menos correcto. No quiero serlo por el hecho de morir. Tampoco fui modelo de nada. Solo alguien que vivió sin más decoro que ser lo que todos esperaban que no fuera: ser yo. Eso nació conmigo y lo retorno a la eternidad a quien le pertenece. Si algo estimable tuve, me fue dado por gracia, no por méritos, porque, siéndoles sincero, no tuve ninguno. Por eso no acepté reconocimientos ni los pedí; hacerlo suponía mentir y no quería cargar con la culpa del autoengaño. Si hubo algún don, talento o condición loable en mi vida, Dios los puso como destello de su gloria... y nada más. Me importa un bledo el juicio de los que en él no crean. Solo sé que lo viví.

Pequé, fallé y erré tantas veces que perdí cuenta y memoria de mis culpas; amontoné motivos para arrepentirme todos los días; debo confesar, sin embargo, que mientras respiré encontré perdón divino para más de eso. Pero no todo fue miseria, tuve algunos tinos y uno de ellos fue la “gracia del desapego”. Esa comprensión existencial que, desde el ángulo de la mortalidad, nos hace descubrir la verdadera talla de la vida. Por eso nunca me sentí dueño de lo que tuve ni acreedor de más distinciones que las que me gané con mis luchas. Me cultivé en la sabia experiencia de vivir cada día como el último, de aspirar el aire de cada mañana como promesa renovada para ser más, de envolverme en la indómita libertad del viento sin más techo que el momento ni más ambición que haber vivido como quise: sin deudas de conciencia, ataduras ni enajenaciones. Les juro que eso me fue suficiente para ser feliz; para morir en paz.

Nunca entendí los afanes de la acumulación ni el apetito insaciable de tener. “Humanos” que rindieron sus vidas a los bienes, negocios, títulos y al “éxito”; otros que modelaron su existencia en las frívolas pasarelas de la vanagloria buscando el agrado de los demás, nunca se dieron cuenta de que eran mascotas de un circo. Sus egos necesitaban ser masajeados todos los días para sentirse vivos. Los aplausos los confirmaban en su amor propio. La aprobación de los demás era espejo, inspiración y designio de vida.

Fui testigo de la existencia de hombres octogenarios ocupados del trabajo como esclavos con la excusa de sentirse productivos cuando en realidad lo hacían por el temor a enfrentar los años sin más logro que una fortuna. Eran tan pobres que solo tenían el miedo a perderla. A esos les digo que también vi cómo patrimonios, convertidos en heredad, prohijaron execrables desgracias.

Aprendí con los años que la vida no es un plan de realización ni una carrera al éxito; es una oportunidad regida por propósitos: para servir, para ser más. En esa comprensión ella es más simple de lo que la imaginamos. Tampoco es la crónica de lo que hacemos o tenemos: es lo que somos en los demás. Así, por más vueltas y teorías empeñadas, ningún objetivo existencialmente eminente se justifica en otra causa ajena al amor. Y no aludo al arrebato que, aturdido por la pasión, anda a trotes segregando deseo. Amar no es un sentimiento o una sensación hormonal; es una elección certera de vida que nace en ese espacio infinito donde se besan la palabra y la entrega.

Habité en el amor racional que repara, sufre, espera, construye y perdona. Mucha gente me amó con esas fibras y es el más robusto recuerdo que queda en pie cuando los días se llenan de ausencias, cuando los deseos se cansan, cuando la piel se arruga. En cambio, coseché tantos aborrecimientos. Pena del que no tenga enemigos; es una mala señal de carácter, una débil muestra de compromiso. Los enemigos aparecen con solo pensar distinto o actuar a nuestra manera. El hombre frágil no cosecha enemistades porque no siembra en carácter propio. Agradar atrae encomios momentáneos pero deja vacíos permanentes. Y es que no todos están dispuestos a consentir la libertad de ser como condición ajena. Muchos nos desprecian por motivos tan ingratos como no caerles bien. Al enemigo se respeta, se considera y se perdona. Jesús no dijo que no tendremos enemigos; dijo: “amad a vuestros enemigos”. En mi vida tuve tantos que me pasé, pero esa condición no me hizo menos tolerante ni más amargado; al contrario, me confirmó en recias certidumbres. Preferí la libertad de ser yo a la provocación de complacer. Perdono a los que me odiaron, pero por su bien les dejo un consejo: no arrastren amarguras ni fermenten resentimientos; aprendan a cerrar...

Igualmente aprendí que nuestra historia, como memoria de vida, es un balance consolidado de decisiones. Que una mala elección marca, pero no de forma irreversible si se tiene la audacia para reponer, perdonar o reparar las consecuencias. Siempre habrá motivos y tiempo para hacerlo. Lo demás son excusas y victimizaciones. Se puede convivir con los traumas sin pagar el precio de sus complejos.

La vida es también la reunión de sus instantes. Pequeños pero gloriosos momentos que la condensan. Episodios que no se planifican ni se convienen; sencillamente prenden como chispazos de gracia. Mi memoria se tintó de sus luminosas salpicaduras. La vanagloria del mundo o los apetitos de la carne no dejan momentos perdurables, porque no tocan el alma. Y esos instantes son respiros hondos del corazón que le dan vida a la vida.

¡Adiós! Me iré atado a los antojos del viento cuando sucumba la tarde. No preciso de rutas, quizás de dos alas inmensas para abrazar los cielos. Les dejo la memoria de mi vida, pueden hacer con ella lo que quieran; apenas fue un paso de quebradizas raíces. Solo aspiro a habitar en la soledad de quienes me amaron, de los que pueden contar mi verdadera historia. Por lo demás, me importa poco el olvido. Ojalá sus areniscas deshagan prontamente mis huellas. No merezco ser recordado vanamente, porque viví intensamente. Vuelvo a la nada lleno de todo, con ganas de eternidad y ataviado de gloria. ¡Cumplí con vivir!

TEMAS -
  • Muerte
  • Amor

Abogado, académico, ensayista, novelista y editor.