Convivir con haitianos (y 3)

No debemos vivir de espalda a los haitianos

A mis 16 años, junto a un grupo de compañeros que estudiábamos en el liceo secundario de mi pueblo, decidimos organizar un viaje a Haití. Los dominicanos hemos vivido de espaldas al territorio haitiano, mientras nuestros vecinos conocen cada rincón de nuestra geografía desde hace dos siglos. Salvo comisiones oficiales, algunos aventureros, empresarios con negocios por esas tierras bravas y periodistas en misión, son muy pocos los dominicanos que conocen lo que hay detrás de las porosas fronteras de Dajabón, Elías Piña y Pedernales.

Contar todas las peripecias organizativas de aquella travesía inolvidable resultaría una narración extensa. Solo digamos que durante varios meses se nos explicaron los riesgos, formas de comportamiento, acciones programadas, a la vez que se intensificaron las clases de francés para poder entendernos mejor con los habitantes del otro lado de la isla. Gobernaba Francois Duvalier y Balaguer apenas comenzaba su largo periplo gubernativo. Varios compueblanos ocupaban posiciones de alto rango y nos ayudaron en los trámites y en facilitarnos un autobús de la entonces Marina de Guerra, incómodo, sin aire, pero que nos parecía, con toda seguridad, el mejor de los transportes. Éramos tan jóvenes que nada podía detener nuestra ambición. Recuerdo aún los nombres de algunas comunas visitadas en el trayecto: Ounaminthe, Trou-du-Nord, Terrier-Rouge, Fort Liberté.  El destino final era Cabo Haitiano, entonces una ciudad apacible, muy bien cuidada, de edificaciones y viviendas acicaladas y hospedajes decentes. Además, a unos cuantos kilómetros estaba la Citadelle, fortaleza construida por Henri Christophe, autoproclamado rey de Haití, y a la que solo pudimos ver  desde abajo por estar en la cima de una empinada colina. En Cap Haitien fuimos agasajados por las autoridades, se nos ofreció una fiesta con una orquesta de merengue haitiano, consumimos buena comida y pudimos andar con total libertad por sus calles, aunque siempre vigilados -o protegidos-  por unos “cepillos” similares a los del SIM trujillista que nunca nos abandonaron durante la visita. El viaje cumplió su cometido y regresamos por donde entramos, la frontera de Dajabón, sin ningún inconveniente.

Dieciséis años después visité Puerto Príncipe en una misión oficial durante el gobierno de Jorge Blanco. El secretario de estado Winston Arnaud fue seleccionado para presidir la comisión que contrataría los braceros para la zafra azucarera. Jean-Claude Duvalier (el padre había fallecido en 1971) había exigido esa vez que la comisión, generalmente formada por funcionarios del Consejo Estatal del Azúcar (CEA), fuese presidida por un ministro. Winston Arnaud pidió que yo fuese incluido en el decreto para que le acompañara. El embajador dominicano era entonces el general Valdez Hilario y el cónsul un ex militar constitucionalista de apellido  Piantini. Conocimos de ese modo la capital haitiana, caótica, pobre, pero por donde podía circularse a pie o en vehículos, visitar algún restorán y recorrer sus barrios. Las negociaciones del lado haitiano estaban a cargo del entonces muy influyente ministro de asuntos sociales Achille Michel, a quien reconoceríamos una tarde tomando un “concho” en Santo Domingo, luego del derrocamiento de Duvalier hijo en 1986, tres años después de nuestra visita a Port-au-Prince. En algún momento le observé a mi ministro que el formato de la negociación y trata de braceros era tan ruin, sin entrar en detalles, que eso podría afectarle a él políticamente. Y lo de ruin no era sólo por la parte dominicana, sino por la siniestra participación de los haitianos cuyas autoridades vendían a los suyos como cerdos, entre otros aspectos indignos que no deseo relatar. Volamos la misma noche hacia Santo Domingo por Dominicana de Aviación.

He conocido Haití pues, por sus dos puntos principales, cuando la mayoría de los dominicanos ni siquiera visita nuestra frontera. Y siempre quise conocer a cabalidad la tierra y la historia haitiana para saber cuáles son los apremios de mis vecinos de al lado. Después de los Duvalier, Haití entró en trance como los houngan y las mambo en sus sesiones espiritistas. Salvo algunos pocos gobernantes que lograron completar sus periodos, el país haitiano ha vivido todos los ciclos de la maldad, del imperio de la sinrazón, del taladrante oficio de la muerte. Su historia está plagada de infortunios, de batallas sangrientas entre negros y mulatos, y sobre todo, los asesinatos de sus principales líderes, como si acaso esa fuera una constante irremediable de su destino. El asesinato del presidente Jovenel Moise no es más que la continuación sin remedio de una historia cruenta y fatal. Desde el padre de la patria haitiana Jean-Jacques Dessalines hasta Moise, unos diez presidentes en ejercicio han sido asesinados por sus rivales en la historia del país vecino. Hoy, sus huestes criminales siguen sus orgías de sangre sin que nadie pueda detenerlos, y los habitantes de la desgraciada nación se abalanzan sobre la tierra dominicana en busca de refugio y pan, sin que el país esté en condiciones de sufrir esta invasión cada vez más nutrida, a simple vista.

Hemos tenido una relación marcada por dilemas históricos, costumbres y cultura desiguales, ásperas formas de relacionamiento mutuo y dificultosas maneras de entendimiento. Por eso, las altanerías habituales de las gallaretas como el ex primer ministro Claude Joseph y sus bocinas en la radio haitiana, o como la de un ex cónsul haitiano que se quedó residiendo en este paraíso y que sirve de altoparlante comercial de los intereses haitianos. En los odios irracionales de la historia se suelen mostrar solamente los nuestros, pero también un sector importante de nuestros vecinos siente y promueve la discordia contra los dominicanos. Un intelectual muy respetado me contaba hace pocos años que visitó Haití por primera vez para concertar acuerdos con la entidad haitiana similar a la que dirigía aquí. Quedó sorprendido al descubrir, según me relataba, que la indiferencia y el desprecio hacia nuestro país que mostraron los intelectuales haitianos con los que conversó y que nunca pudo imaginárselo, era mayor que el nuestro hacia ellos.  Regresó a Santo Domingo con las manos vacías y transformada su apreciación sobre las relaciones dominico-haitianas.

¿A qué me opongo, pues? A una mayor presencia haitiana, sin control oficial. A la existencia de colegios exclusivos para haitianos, con profesores de la misma nacionalidad que aquí funcionan. A los denunciados textos escolares que edita el ministerio de educación y que nunca se aclara los por qué de sus contenidos. (¿Quién dirige y patrocina ese guiso de mal sabor?) Me opongo a que no haya régimen de consecuencias con los que maltratan o burlan nuestros símbolos patrios. A la enseñanza del creole o patois, porque es un acto que afectaría la identidad nacional. A los contratos masivos de cierto sector empresarial. Haití es un país perdido, a la deriva. Sus peores diatribas, matanzas, cortes y degüellos, los han realizado entre ellos, negros y mulatos, conforme lo que relata la historia. Asumir su pobreza humana y mental es un dilema recurrente que nunca terminaremos de reclamar en los foros internacionales donde nadie nos escucha. El tema haitiano es para repensarlo desde nuestros dominios con políticas definidas y concretas (que no solo muros), utilizando las mentes más lúcidas del país, pero sin prejuicios ni recriminaciones. Como en Haití no existe gobernabilidad, esta actitud puede ser un simple discurso de deseo. Aun así, urge crear un ambiente de buena vecindad que no incluya el seguir acogiendo más migrantes y promover una política de Estado, respaldada en todos los espacios políticos y empresariales, y aprobada como si fuese una norma legal de supervivencia frente al acoso migratorio.  Una Melilla antillana no parece ser una opción de futuro.

LIBROS

  • El presidente Heureaux y los gobiernos haitianos 1887-1899

    Pastor Vásquez Frías, Editorial Santuario, 2015, 387 págs. Volumen 3 de la trilogía “Misiones dominicanas en Haití”, publicados por este diplomático dominicano que ha servido en Puerto Príncipe por muchos años.

  • A punto de reventar

    Frankétienne, Ambos Editores, Chile, 2008, 2018 págs. La novela de este gran poeta haitiano sobre la atormentada, cruda y amarga realidad de los horrores de la historia de su patria en el siglo XX. El drama de una sociedad segregada y oprimida.

  • Marassá y la nada

    Alanna Lockward, Editorial Santuario, 2013, 103 págs. Durante veinte años esta escritora dominicana residente en Berlín viajó a Haití, rompiendo fronteras geográficas e ideológicas. Esta es su visión.

José Rafael Lantigua, escritor, con más de veinte libros publicados. Fundador de la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo, miembro de número de la Academia Dominicana de la Lengua, correspondiente de la Real Academia Española. De 2004 a 2012 fue ministro de Cultura.