Francis Fukuyama 10.0: otra discusión
El mundo cambia de manera apresurada y somos fieles testigos de primera fila
Hace ya más de una década, en México se realizó un importante encuentro que conocí gracias a la revista que lo organizó. Los autores convocados fueron Francis Fukuyama, Eric Hobsbawm, Edward Luttwak y Jesús Silva Herzog Márquez. La revista mexicana Letras Libres, que tuve en mis manos en sus cuidadas ediciones impresas, fue la encargada de llevar la batuta de aquella reunión, titulada Historia del futuro, con la certeza de que las discusiones allí sostenidas serían leídas por muchos. En ella se abordaron numerosos asuntos de la modernidad o, para decirlo en palabras de Lipovetsky, del tránsito «de la posmodernidad a la hipermodernidad». Puede afirmarse, sin demasiadas reservas, que hoy somos hipermodernos, aunque el término no haya alcanzado la popularidad que tuvo la posmodernidad durante décadas.
Entre todos los entrevistados en ese momento, hubo una afirmación particularmente relevante de Francis Fukuyama, célebre autor de El fin de la historia y el último hombre, libro que fue best seller durante largo tiempo de las décadas pasadas. En aquella entrevista señalaba que los países debían garantizar el imperio de la ley si aspiraban a evitar que las inversiones migraran hacia otras latitudes. Si se observa con cuidado lo dicho, resulta claro que las inversiones recibidas por nuestro país han encontrado, hasta ahora, un clima que las protege de los vaivenes de políticas erráticas en materia de seguridad. A su manera, Fukuyama ayuda a comprender la importancia de lo que los juristas denominan seguridad jurídica: condición esencial tanto para atraer nuevas inversiones como para resguardar las ya establecidas en el país.
Desde hace décadas, la República Dominicana vive un proceso acelerado de recepción de capitales que no se limita a un solo sector de la economía. Basta mirar en perspectiva: desde 1901 el avance ha sido notable en casi todos los niveles. No somos el mismo país económico que en 1930, cuando se inició la dictadura de Trujillo.
En la edición en papel que leímos durante esas tardes, la revista no se quedó corta. En sus páginas finales incluyó una crónica atribuida al iniciado Julio Verne: un viaje al futuro narrado por un periodista que describía lo que veía muchos años adelante. Carros voladores, personas con dispositivos de realidad virtual en las manos, robots por todas partes. Vivimos, en efecto, épocas largamente profetizadas por los escritores de ciencia ficción que algunos han leído con fervor: Frederik Pohl, Ray Bradbury, Harlan Ellison, H. G. Wells, Arthur C. Clarke, entre otros. En las crónicas de esos autores, el futuro lo contiene todo. Bastaría un inventario de sus obras para confirmarlo, aunque ese no sea el propósito de este artículo.
Hoy, en las redes sociales, vemos a diario ferias de exhibición —muchas de ellas celebradas en países árabes— donde aparecen artilugios capaces de permitir caminar sobre el agua o volar a pocos pies del suelo. Uno se pregunta si esos videos han sido generados por inteligencia artificial y llega casi de inmediato a una conclusión inquietante: no tenemos una forma cierta de saber cómo han sido diseñados y fabricados esos trajes propulsados que permiten desplazarse por el aire, tal como se muestra en las imágenes de las redes. Estas exhibiciones congregan multitudes provenientes de lugares distantes del planeta. El asombro ante los avances se ha convertido en un fenómeno generalizado, elemento central de este juego hipermoderno al que alude Lipovetsky.
Con ese mismo grado de espectacularidad que circula en los videos, en algunas de esas ferias ha aparecido Elon Musk utilizando dispositivos similares. Todo parece haberse transformado en espectáculo, en una época saturada de circo y taquillas baratas, donde cada quien ocupa un lugar bajo la creencia de ser protagonista de la hipermodernidad. El riesgo no es la tecnología en sí, sino la ilusión de centralidad que produce: la idea de que participar del espectáculo equivale a comprenderlo. No estamos viviendo en 1930, cuando comenzaron los avances que los historiadores conocen bien, aunque a veces lo olvidemos.
A modo de recapitulación, cabe recordar cuando se trajo aquí una robot androide que respondía a las preguntas de los asistentes. Confieso que no he quedado al margen de esta oleada tecnológica. En casa tengo un dispositivo que responde a casi todo lo que le pregunto y que, además, me permite escuchar pódcast donde se debaten asuntos históricos o se narra lo que sucede en el mundo: Medio Oriente, Siria, Europa y un largo etcétera.
Un personaje entrañable de otro tiempo habría quedado asombrado ante esta convergencia de redes e inteligencia artificial. Él, que escuchó tanta radio a lo largo de su vida —la BBC, la Voz de América y emisoras criollas como Radio Mil Informando, en los años ochenta—. Lo recuerdo de pie, sintonizando un enorme radio de los setenta, y también junto a su pequeño Philips, desde donde los periodistas dominicanos daban forma a una vida pública marcada por los años de Balaguer, convulsos en más de un sentido.
Años después, vimos, gracias a otras pantallas, el momento en que Estados Unidos se embarcó en la Guerra del Golfo. Fue, sin duda, una guerra televisada: la destrucción de edificios, los búnkeres atacados desde el aire, el lanzamiento de los Scud. La historia de la guerra de Irak ha sido analizada con minuciosidad en numerosos libros. Hoy observamos cómo las narcolanchas son destruidas antes de llegar a territorio estadounidense, en el marco de una nueva guerra contra el narco.
Mucho antes, Richard Nixon hablaba de los SALT (Acuerdos de Limitación de Armas Estratégicas). Hoy tenemos en las manos libros entusiastas, como el de Oren Harari —sin relación alguna con el best seller de Yuval Harari—, donde se disecciona con detalle la vertiginosa carrera de Colin Powell.
En fin, la época que vivimos debe comprenderse tanto desde lo económico como desde la modernidad técnica alcanzada por aquellos genios de la ingeniería que lograron colocarnos en el otro lado de la Luna, como dirían los muchachos de Pink Floyd en su disco irrepetible The Dark Side of the Moon (1973), con David Gilmour en la guitarra.
Aceptemos que somos espías hipermodernos. Pero aceptemos también que debemos aprender a convivir críticamente con las tecnologías desarrolladas. El regreso al conocimiento del hombre tendrá que ver con algo más que lo mecánico: con la función del lector, capaz de incorporar a su modus operandi el saber disperso en libros, conferencias y encuentros.
Quizá por eso convenga volver a escuchar a aquellos hombres reunidos en México para discutir el mundo y sus olas. Ahora, rodeados de robots, pantallas y trajes voladores, el desafío sigue siendo el mismo de siempre: comprender nuestro tiempo sin confundir el asombro con el pensamiento. Será otra canción.