El señor ministro
La ineficiencia como rasgo de la nueva burocracia
No acostumbro visitar a funcionarios. Lo hago de forma eventual y solo con motivo de una obligada gestión. Aun así, no puedo evitar la sensación de que molesto.
Algunos tampoco disimulan su fastidio, dejando la impresión de que, con recibirte, ya les debes la vida. Evito en lo que puedo ese trance, aunque no me faltan ganas para recordarle que su atención es mi derecho.
En esta Administración he notado como rasgo una condición habitual: la vacilación. La idea parece ser no tener que tomar una decisión o evitar soluciones definitivas. No sé a qué atribuir tal proceder: si al miedo, a la irresponsabilidad o a la incapacidad. O quizás a todas. Hay despachos que han creado la fama de “no resolver”. Sus burócratas prefieren ahorrarse el esfuerzo. Procuran los motivos más impensados para convencerte de que no vale la pena pedir lo que buscas.
Al final te das cuenta de que es una necia táctica para desalentarte. Y lo procuran de varias formas: dejándole al tiempo la suerte del trámite; escalando (presuntamente) la respuesta a otro despacho de mayor jerarquía (que casi nunca es alcanzable); o complicando ociosamente la solución.
Cuando logran vencerte por frustración o cansancio, entonces, al verte fuera de sus despachos, no dudan en hacerte responsable: “¿Y qué pasó?... ¿Ya no te interesa el asunto?” Te quedas masticando el deseo de mencionarle la…
Al principio infería que tal displicencia respondía al miedo infundido por la retórica ética del presidente Abinader que, de alguna manera, constriñe a obrar prudentemente, pero me entero de que algunos de esos mismos despachos realizan con ligereza aprobaciones “sensibles” de las que sí debieran cuidarse. Entonces se acentúa mi confusión, obligándome a concluir que la razón de tanta pesadez solo tiene un nombre: ineficiencia.
El funcionario estándar es un tipejo que casi siempre llega a una posición por asignación política y que poco o nada sabe sobre lo que va a dirigir. Su trabajo lo hacen burócratas intermedios, la mayoría de cierto tiempo en el ministerio o la dependencia. Se sabe de funcionarios a los que, a pesar del tiempo, no se le pegan ni por contagio tres míseros vocablos de la jerga burocrática/técnica. El cargo pasó por ellos.
Algunos viceministros relatan que lograr que el ministro entienda una consulta es una hazaña alfabetizadora. A tal funcionario hay que darle todas las soluciones, esas que tampoco logra comprender. En cierta ocasión le pregunté a un subdirector amigo muy competente cuál era el mayor reto de su trabajo; la respuesta, casi instintiva, llegó antes de terminar: “El director”.
No dudo de que en el futuro algunos funcionarios se vean envueltos en escándalos, y no precisamente porque hayan participado de forma activa de las incorrecciones, sino por la irresponsabilidad de no asumir el control de su ministerio o despacho, prefiriendo la tarea fácil: recrearse en las lubricidades del poder.
Y es que a una buena parte de ellos solo les interesan las “liviandades” del cargo: la prensa, los flases, los viajes, los consumos de representación, los corrillos sociales y la exhibición del poder a su libre manera. Vivir esa fantasía los embruja. Se confirma aquel viejo axioma coloquial de que “solo el cargo hace al político”. Recuerdo así al humorista americano Kin Hubbard: “Si hay algo que un servidor público odia hacer es algo para el público”.
Otra estampa notoria en muchos ministerios es la supernómina. La carga se percibe al llegar: un tránsito denso en los pasillos y antesalas. Desde el personal de protocolo, que te abruma con gentilezas empalagosas, hasta los asesores nominales del ministro. He estado en salas en las que ofrecen café tres personas distintas. Cada una repite el mismo protocolo de atención: “¿Le atienden?”. Me agrada la cortesía, pero más me crispa pagar impuestos para contrataciones políticas.
Los tiempos y la sociedad demandan una nueva Administración pública. Nos hastía la burocracia pesada, ceñuda, rígida, legalista, opaca y sin liderazgo; esa que no facilita las cosas y la que parece cobrar para entorpecer los procesos.
Abogamos por un nuevo paradigma en el que la Administración sea una aliada de las soluciones, con capacidad para lograr metas con un mínimo de recursos; que incorpore las nuevas tecnologías para mejorar la gestión, optimizar los procesos y ofrecer servicios públicos de calidad; que actúe con sensibilidad, transparencia, neutralidad y responsabilidad en la gestión corriente.
Pero, por más esfuerzos que se empujen en esa ruta, tal aspiración se quedará en las letras, cuando el criterio de selección de un funcionario no sea su capacidad, sino la compensación por un activismo o por un apoyo financiero electoral. Es tiempo de cambiar. Nos cansan los ineptos.
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