La corrupción siempre tiene dos caras
Cuando el cargo público se interpreta como licencia y el presupuesto como botín
La corrupción ha tenido siempre dos caras, una pública y otra privada, unidas no por el secreto sino por una coyunda perversa. No hay saqueo sin socio dentro del Estado y alguien fuera dispuesto a esquilmar el bien nacional. Esa simbiosis explica por qué el daño no es episódico, sino estructural, y por qué las redes sobreviven a los cambios de gobierno.
Cuando se arriba a una posición pública, aflora un criterio de oportunidad que desplaza al deber. El cargo se interpreta como licencia, el presupuesto como botín y la norma como obstáculo negociable. No es solo impunidad, sino cultura: una ética torcida que convierte el acceso al poder en ocasión para cobrar, compensar y repartir. Lo que esta sociedad ha terminado por acuñar como moneda legítima.
La cara privada no es menos responsable. Empresarios, intermediarios y lobistas que aceptan atajos, inflan facturas o compran favores sostienen el circuito. Sin demanda, no hay oferta. Sin oferta, la tentación pública pierde incentivos. Romper esa alianza requiere reglas, controles que funcionen y sanciones que duelan. Exige también un cambio de expectativas: que el éxito deje de medirse por la cercanía al poder y vuelva a medirse por el mérito cívico. Mientras, conformémonos con que no haya impunidad.