Venezuela: ¿transición democrática o cambio de régimen?
Más allá de Maduro, los imprevisibles escenarios de un cambio forzado
Estas dos nociones -transición democrática y cambio de régimen- parecen similares, pero en realidad no lo son, aunque tienen rasgos que pueden estar presente en ambos tipos de procesos. Sobre transición democrática se ha escrito y debatido mucho en América Latina, especialmente en las décadas de los ochenta y los noventa cuando la política regional estuvo marcada por los problemas y los desafíos que enfrentaban las transiciones del autoritarismo a la democracia. En cambio, no se hablaba de cambio de régimen, concepto que se usó en otros contextos geográficos, casi siempre asociado a la idea de una acción externa que propiciaba o fomentaba, directa o indirectamente, una reconfiguración de la estructura de poder y de los actores que la sustentaban.
En la discusión académica y política sobre las transiciones democráticas en América Latina se hablaba de las condiciones sociales que la harían posible, la articulación de actores políticos y sectores sociales, la tensión entre ruptura y acomodo político, el papel de los pactos y la implementación de estrategias que desencadenaran la crisis del sistema autoritario y la posibilidad de ascenso de las fuerzas democráticas. Ciertamente, el factor externo también se tomaba en cuenta en la definición estratégica, pero más bien para buscar apoyos que contribuyeran a apuntalar el proceso interno de lucha contra el autoritarismo y a favor de la democracia.
Por un tiempo, los debates en torno a la situación política venezolana se enmarcaron en la perspectiva de una transición democrática. En diferentes ocasiones durante este largo cuarto de siglo de chavismo-madurismo, especialmente durante el período encabezado por el presidente Nicolás Maduro tras la muerte de Hugo Chávez, se han producido rondas de negociación entre el gobierno y la oposición (esta última en sus diferentes facetas y con diferentes representantes a través del tiempo) para hacer posible elecciones libres y democráticas, pero nada se ha logrado. Cada vez que se intentaba algún esfuerzo de entendimiento terminaba en lo mismo: encarcelamiento y exilio de líderes opositores, inhabilitación de candidatos, restricción a las libertades públicas, fraudes electorales y represión política. Por su parte, la oposición política ha desplegado, sin éxito, diferentes estrategias, al tiempo que ha pasado por ciclos de divisiones que han debilitado su capacidad de acción frente al régimen.
En las últimas elecciones la oposición obtuvo un respaldo abrumador del electorado, pero el régimen encabezado por Maduro, con el control absoluto de las instituciones, logró imponer unos resultados electorales contrarios a la voluntad popular. A pesar de la presión externa y una cierta movilización interna que, dicho sea de paso, ha mermado notablemente, el régimen se ha mantenido en el poder sin fisuras aparentes que pudiesen dar pie a un cambio político.
La llegada del presidente Donald Trump a la Casa Blanca aumentó las expectativas de las fuerzas opositoras de que, con un involucramiento más directo y decisivo de Estados Unidos, se producirá finalmente la caída del régimen de Maduro. Este es el punto en que se encuentra la crisis venezolana: por un lado, una presión política, económica y militar directa de Estados Unidos al régimen de Maduro como no se había visto en América Latina en, al menos, sesenta años con miras a establecer desde arriba un nuevo orden político; por otro lado, la resistencia, tal vez por última vez, del régimen de Maduro para mantenerse en el poder ante una presión que escala cada día más; y por el otro, una oposición política que espera el día en que Estados Unidos, finalmente, deponga al régimen y le entregue el poder.
Esta dinámica político-militar cambia el carácter del proceso venezolano al pasar de una transición democrática como se dio en América Latina en los años ochenta a un cambio de régimen en el que la intervención directa de Estados Unidos pasa a jugar un papel de primer orden. Aunque parezca irrelevante, este giro tiene implicaciones múltiples. En primer lugar, Estados Unidos podría verse obligado a hacerse cargo por un buen tiempo de ese país con consecuencias imprevisibles; en segundo lugar, los personeros del régimen tendrán que decidir, más rápido de lo que tal vez ellos esperaban, si entregan el poder o si resisten política y militarmente; y en tercer lugar, la oposición, encabezada por María Corina Machado, llegaría al poder no como resultado de un proceso interno de reconfiguración política, sino de una intervención externa que podría, a la corta o a la larga, afectar su legitimidad, independientemente de que en un momento inicial sea recibida con júbilo por la gran mayoría del pueblo venezolano y apoyada por la opinión pública regional dado el repudio que genera el régimen de Maduro.
Este cuadro político en Venezuela tiene lugar en un contexto en el que las instituciones regionales, como la OEA y otras en el ámbito latinoamericano y caribeño, han colapsado y no tienen ninguna incidencia en la crisis venezolana. Del mismo modo, el liderazgo político en los países de América Latina está profundamente dividido en líneas ideológicas, por lo que no hay capacidad de concertación de acciones comunes para servir de contrapeso productivo en esta crisis. Los dos grandes países de América Latina -Brasil y México- están encabezados por presidentes de izquierda, lo que podría hacer pensar que pudiesen desempeñar un papel frente al régimen de Maduro, pero ambos están bastante ocupados en sus problemas internos, además de que seguro piensan que su voz no será tomada en cuenta. El resto del liderazgo es muy débil y fragmentado y, por tanto, carece de capacidad para incidir en el curso y el desenlace de esta crisis.
Lo que se vislumbra en estos momentos -un desplazamiento forzado del poder de Maduro y su estructura político-militar- puede salir bien, pero también muy mal. Hay que desear que sea lo primero para que Venezuela se encamine por un camino de paz, estabilidad y gobernabilidad democrática con legitimidad de sus gobernantes. Si es lo segundo, en cambio, se corre el riesgo de un desbordamiento de la violencia y hasta una posible guerra civil que causaría más desplazamiento humano, la profundización de la crisis y desestabilización en el entorno regional.